"Al principio, la hija me enseñó"
Cuatro hijos y una niña que criaba dejó Melinda en Bolivia para buscar sustento en España. Lo encontró en el hogar de un par de ancianos que viven en un piso en Madrid, donde ella entró a trabajar de interna sin tener siquiera una habitación propia. Sus desgastados 46 años reposaban intermitentemente en una cama plegable que extendía en el pasillo. Desde allí escuchaba los gritos de la anciana. ¡Melinda, levántame, levántame, socorro, me quiere pegar, socorro!
La levantaba, le daba comida, la volvía a acostar... Y a las horas escasas, otra vez las voces desde la habitación. Un día y otro sin dormir como dios manda entre insultos y gritos. Melinda oculta con este nombre su identidad sin papeles y con una toalla se tapa la cara y llora.
A pesar de su escaso sueldo y de las indignas condiciones de trabajo, se apuntó a unos cursos de geriatría. "Los primeros meses fue una hija de la señora quien me enseñaba cómo moverla en la cama, limpiarla, darle de comer". Ahora incluso le pone inyecciones de heparina, un anticoagulante que usan muchos ancianos.
Han pasado unos meses de aquello, de los insultos, de los arañazos y mordiscos, de las obscenidades con que la mortificaba cuando atendía a su marido, también anciano. Un día, cuando la cambiaba, la mujer metió la mano en el pañal y bien pringada se la estampó en la cara. Melinda llora otra vez. "Y lo peor de todo es que me he encariñado con ellos. El viejito ya murió...", sigue gimiendo.
Amenazó con irse, pero los hijos del matrimonio la convencieron: "No te amilanes con mi madre, sé fuerte". Y se quedó. El carácter y la demencia senil de muchos ancianos no facilita la convivencia, mucho menos cuando el que los cuida es un extraño. Pero ahí sigue, con su "viejita" cada día, de nueve a dos y de siete a nueve. Por 350 euros al mes, domingos libres.
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