Llorar con la boca llena
El pasado sábado, a primera hora de la mañana, entre justificaciones y rabietas de los diferentes partidos por los pactos que han derivado en la constitución de ayuntamientos, escucho al capitán del barco Nuestra Madre de Loreto el desenlace de su odisea con los 25 náufragos y un cadáver, que han desembarcado de madrugada en el puerto de Trípoli.
Los habían acomodado en el interior del barco, para protegerlos del relente y la humedad de la noche en cubierta. También, seguramente, para evitar que conocieran el fracaso de su intento por escapar a su destino inevitable. Me imagino la escena del rescate atropellado en alta mar, con la confusión y el desorden que producen la desesperación y la oscuridad. Los marineros y el capitán son pescadores y se enfrentan a un naufragio sin más medios que su voluntad y el barco, que es su herramienta de trabajo. Todo lo demás es agua. Utilizan los medios con que cuentan para ponerlos a salvo, para confortarlos y aliviar los estragos del viaje a la deriva.
Luego vendrá la negociación con quien tenga que admitirlos de nuevo en tierra firme. En la tripulación de Nuestra Madre de Loreto no hay guardacostas, ni médicos, ni psicólogos, ni diplomáticos, pero ejercen de todo con éxito aplicando sólo el patrón de la generosidad y empatía.
El capitán habla con una naturalidad y un aplomo que impresionan. No hay un atisbo de vacilación en sus decisiones: si volviera a encontrarse en una situación similar volvería a actuar de la misma manera: "En el mar no se van a quedar, eso está claro". Cuenta que uno de los náufragos, que mostraba tener conocimientos, pudo deducir el rumbo del barco por la posición del sol en el horizonte, y al comprobar que los devolvían a África, lloraba... Con las primeras luces del amanecer, los desembarcan en Trípoli, el mismo lugar del que trataban de huir, son recogidos por unos coches y los pierden de vista. El Nuestra Madre de Loreto vuelve a su faena: se cierra el círculo.
Y mientras estas tragedias y otras similares ocurren ahí al lado, aquí, entre mesas bien surtidas y salones confortables, cientos de personas atildadas con el brillo de la cosmética en la cara se pelean por un sillón y otras fruslerías. ¡Qué a gusto se llora con la boca llena.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.