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Columna
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¡Faltaría más!

Mi abuelo Ramón era un republicano convencido que había sufrido persecución y marginación por su compromiso político. Murió en 1978 y paradójicamente seguía en la situación legal de libertad provisional. Mi abuela Lola lo acompañó siempre en su periplo vital y trató en todo momento de aportar la serenidad que no siempre tenía mi abuelo a lo largo de esas décadas de sobresalto y frustración. En los últimos años cuando aparecían en televisión imágenes del entonces Príncipe de Asturias, mi abuela decía: "Mira, parece buena persona", Ramón contraponía: "¡Faltaría más!"

Estos días hemos asistido a un revival autocomplaciente de lo que se llamó la Transición, a pesar de la retórica conmemorativa que hiperdimensionaba las figuras de Suárez y Juan Carlos I, lo cierto es que la cosa no pasó de una especie de prolongación informativa de la nostalgia de un capítulo de Cuéntame y sólo rozó la reflexión política formal en la también nostálgica comparativa entre los políticos profesionales actuales y la capacidad de pacto y negociación de los bisoños dirigentes de aquella época.

Lo ritual está reñido con el rigor, sobre todo porque el retrovisor de la memoria deforma las distancias, pero me quiero referir a un verdadero agujero negro de la memoria histórica. Normalmente, se utiliza este concepto para referirse a la represión que se vivió durante la Guera Civil y el tiempo inmediato posterior, en este caso, lo ritual ha llevado a difuminar bajo el eufemismo de "guerra entre hermanos" lo que tuvo su causa en una indudable injusticia histórica: la violación de la legalidad democrática republicana a través del golpe de estado de Franco y sus secuaces. De ahí, normalmente, se da un salto en el tiempo para enlazar con esta crónica sentimental de la Transición que, como decía mi abuelo Ramón, "faltaría más" que hubiese prolongado todavía más las cuatro décadas de dictadura.

Por eso quiero reivindicar como un legado ético la capacidad de resistencia de miles de ciudadanos y ciudadanas que desafiaron la legalidad autoritaria para mantener activas y crecientes las estructuras organizativas que permitieron que, en muy pocos meses, los que van de la muerte de Franco a las elecciones de 1977, las fuerzas democráticas concurriesen con identidad propia a esos comicios. Ahí hay también heroísmo y honestidad, en ese esfuerzo anónimo y colectivo de tantos y tantas que durante la sordidez de décadas y, en muchos casos, sufriendo cárcel y violencia, hicieron cosas prohibidas luchando por la libertad. Esa energía militante desbordaría inmensas fosas comunes de desobediencia civil, entrega e ilusiones perdidas.

Tengo el extraño privilegio de pertenecer a las últimas generaciones a las que la historia nos dio la oportunidad de validar, siquiera simbólicamente, nuestra capacidad ética de rebeldía en la medida que en nuestro acceso al uso de razón política coincidió con los momentos finales de la dictadura y en este aluvión de nostalgia de la Transición tuve ocasión de comprobar la poca relevancia de Galicia y de los políticos gallegos. Sólo aparecía Manuel Fraga, que voluntariamente decidió su paso a la reserva de la política española volviendo a Galicia para ser presidente de la Xunta, como un escenario secundario.

En casi todos los reportajes y documentales, la Transición comenzaba con la muerte del tirano y acaba en 1982 con la alternancia democrática que permite acceder al poder a Felipe González. Si se aplica esa lógica, acaso podríamos pensar que la Transición en Galicia acabó el pasado sábado con el cambio de poder municipal que, en gran parte, reproduce el mismo esquema de cambio y transición que en el gobierno de la Xunta de Galicia.

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