Los etarras no van al cine
Seguramente no debe de haber nada más imposible de imaginar que a un etarra yendo al cine. Ir al cine exige tanta transparencia cotidiana que quienes necesitan de las tinieblas para vivir (y no dejar vivir, es decir matar) no pueden concebir que se pueda estar en un sitio para disfrutar de la sensibilidad y la inteligencia a la luz de una sala a oscuras. Antes que alguien, muy legítimamente, cuestione mi licencia retórica, me apresuro a defenderme. No baso mi aseveración en ninguna prueba irrefutable. Pero convendrá conmigo el lector que habría que hacer un gran esfuerzo de imaginación para hacer creíble ese simple y humano gesto de ver a un etarra consultando la cartelera para decidir la película del fin de semana. Obviamente, ese tiempo él lo emplea calibrando la panzada de alegría que va a darse dejando a un niño huérfano o a una mujer viuda. Ese hábito cultural sería peligroso para su subsistencia. Sucede que en el cine la gente ríe o llora. Y sucede que si la película no te gusta, estás obligado a hacer una operación aunque más no sea elemental de discriminación crítica. Es decir, debes usar la razón. O los sentimientos. Dos variables que cuesta mucho creer que formen parte de su sistema habitual de desenvolvimiento cotidiano. Si el etarra fuera al cine podría darse la circunstancia que tuviera que emitir un juicio estético. Pero qué valor podría tener ese dictamen en gente que mata por la espalda. Si el etarra fuera al cine también podría darse la circunstancia que tuviera que emocionarse. Y es de suponer que esa inesperada debilidad del alma podría entrar en franca contradicción con su innegociable decisión de matar. Por la espalda o de frente. Si te emocionas cuando no lo esperas, a lo mejor sucede que comienzas a hacerte preguntas peligrosas para tu subsistencia de asesino. Así que por si acaso, mejor no ir al cine.
Con esta gente ha intentado negociar Zapatero. Y estaba en su derecho. Y también era su deber. Y haciéndolo no intentó engañar a nadie. Ni siquiera a los que somos incapaces de visualizar a estos asesinos en la cola de un cine. Y lo ha hecho no para entregarles España a trozos, sino simplemente para que dejen de matar. Para que abandonen su violencia irracional. A lo mejor, ya que se hablaba de negociación, había que ejercitar algunas concesiones. El territorio del perdón es muy amplio. Como acercar a los presos, por ejemplo; un acto de respeto y consideración a sus familiares que enseguida se vio que a ellos, los terroristas, les importaba un bledo. Pero no ha podido ser. Nadie podrá decir nunca que Zapatero no lo haya intentado. Tampoco nadie podrá negar jamás de los jamases que los únicos culpables de esta suicida decisión no sean los etarras. Los que no van al cine. Pero dicho esto, cuánta falta hizo que el Partido Popular arrimara el hombro. Y cuánta falta hizo que los etarras no hubieran contado con el encono vengativo del PP para así tener a su disposición el mejor terreno político y social que necesitan para sobrevivir. El cuanto peor, mejor. A veces, ciegos por la derrota electoral que los apeó del Gobierno de España en el 2004, parece que el PP no llega a comprender cabalmente la importancia institucional de su papel de partido en la oposición. Me he cansado de oír siempre la falta que hace que nuestra derecha sea homologable a las más respetuosas y abiertas derechas europeas. Los diez u once millones de electores del partido conservador se lo merecen. Y los otros tantos de izquierda, también. Y resulta que siempre esos ruegos provienen de sectores de la izquierda. Y, últimamente, en algunos casos que los honran, de algunos sectores del propio Partido Popular. No sería nada descabellado predecir que las propias elecciones generales las ganará el PP. Pero entonces los principales líderes del primer partido de la oposición tendrán que demostrar que no lo hicieron con la exigencia inestimable de una agenda antiterrorista hecha a su medida. A la medida de su asalto a la Moncloa.
Los terroristas de ETA no van al cine. Pero a cambio, parece que les gusta consumir vídeos. Les gusta tanto que hasta producen los suyos propios. Hay uno que estos días lo han pasado por televisión. En él se ve a unos encapuchados haciendo prácticas de tiro en la nuca. Esas piezas de cine casero son muy meticulosas. Muestran a un terrorista simulando que mata por la espalda y luego, dada la inoportuna resistencia de la víctima, hasta simulan el tiro de gracia. Por no tener no tienen la mínima inteligencia para el sofisticado detalle de simular que viven. Simulan que matan para hacerlo más eficazmente. Ir al cine exige mirar la cartelera. Hacerlo al calor de la familia. O de los amigos. O de la novia o el novio. O en soledad. Tener por delante el doméstico paisaje de un fin de semana. Hacer planes para las próximas cuarenta y ocho horas. Los etarras no van al cine porque ya tienen bastante trabajo con ser fieles al vídeo en el que tanto les gusta reconocerse. Reconocerse y no quedar petrificados de horror.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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