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El milagro de la moderación salarial

Antón Costas

En la viñeta de Forges publicada en la edición del 7 de junio pasado de este diario se ve a dos de sus personajes sentados en la campiña, con el pueblo al fondo. Uno de ellos comenta: "Si aplicamos todos los parámetros económicos resulta que desde 1997 a hoy, los salarios en España han crecido el 0,4%". "Parece un chiste", dice el otro. "Ojalá lo fuera", sentencia el primero.

Parece realmente un chiste. Pero es la realidad que viven decenas de miles de trabajadores españoles, en particular, los más jóvenes, que además padecen una elevada temporalidad. De hecho, el estancamiento de los salarios comenzó antes, con la crisis de 1992. Esos dos aspectos nos recuerdan que el mundo feliz en el que aparentemente vive la economía desde hace una década (elevado crecimiento, baja inflación y elevada creación de empleo), tiene también su cara oscura.

Quizá el problema es que no se puede lograr todo a la vez. Después de una larga etapa de desempleo masivo, que comenzó con la crisis económica de finales de la década de 1970 y siguió con la reestructuración y cierre de empresas a la que obligó la entrada en la UE, lo que tocaba era crear nuevo empleo, de buena o mala calidad, pero empleo al fin y al cabo.

Pero, ¿por qué, como hubiese sido previsible, la congelación salarial durante estos 15 años no ha originado malestar social y sindical? ¿Por qué los sindicatos han podido mantener durante tiempo la moderación salarial como estrategia básica de su política laboral? ¿Ha sido una buena estrategia?

En principio, se podría pensar que la congelación ha sido un hecho socialmente grave. Pero algunos economistas piensan que no ha sido así, porque si lo fuera, argumentan, hace ya 15 años que los sindicatos habrían puesto el grito en el cielo. Y no lo han hecho. Entonces, la pregunta es por qué los bajos salarios no han sido un asunto social y sindicalmente conflictivo a lo largo de los últimos años. Apunto tres factores.

El primero, porque el crecimiento económico y la creación de empleo, aunque haya sido temporal, en la medida en que ha beneficiado especialmente a las mujeres, ha permitido la entrada de dos salarios en muchos hogares: uno para pagar la hipoteca y otro para atender al resto de gastos. Y aunque dos salarios bajos no den para ahorrar, sí que se ha producido un ahorro implícito en forma de plusvalía de la vivienda. Este efecto riqueza generado por la propiedad de la vivienda ha actuado como un amortiguador social.

El segundo factor que ha relativizado el malestar por los bajos salarios ha sido la democratización del acceso al crédito. La innovación y la competencia financiera, unidas a la caída espectacular de los tipos de interés que se produjo con la incorporación de la peseta al euro, ha hecho que prácticamente todo hogar donde había dos salarios tuviese acceso al crédito hipotecario y de consumo. Esto ha permitido afrontar el acceso a un bien básico como es la vivienda, aunque sea a cambio de estar endeudados de por vida y de vivir con la incertidumbre de si en el futuro se podrá seguir pagando.

Pero, ¿que ha sucedido con las personas jóvenes con bajos salarios y empleo temporal que no han formado pareja? Se han refugiado en el hogar familiar. El retraso de la emancipación de los jóvenes españoles es un hecho sin parangón, tanto si lo comparamos con otros países como si lo hacemos con la edad de los jóvenes españoles de anteriores generaciones. La permanencia en el hogar materno ha sido la estrategia de conducta de los jóvenes ante el estancamiento de los salarios y el empleo temporal durante tantos años.

Por lo tanto, el acceso de la mujer al mundo laboral (con lo que significa de dos sueldos en un mismo hogar), el acceso masivo de las familias al crédito hipotecario y de consumo, y el retraso en la emancipación de los jóvenes han sido los factores que, al hacer posible una mejora importante en las condiciones de vida de muchas familias, tanto españolas como llegadas con la inmigración, han permitido que el estancamiento de los salarios no haya causado malestar social.

En un escenario social de este tipo, los sindicatos, por su parte, se han visto incentivados a practicar una moderación salarial orientada a la creación de empleo y, en la medida de lo posible, a mejorar su calidad. En otras circunstancias, difícilmente hubiesen podido mantener tanto tiempo la moderación salarial. Creo que la moderación ha sido una buena estrategia sindical. Si podemos hablar, como muchos hacen, especialmente fuera de nuestras fronteras, del milagro económico español de la última década, la causa básica ha sido el milagro de la moderación salarial.

Pero probablemente estamos en el inicio de un fin de ciclo. Parece difícil pensar que los salarios reales puedan seguir estancados, o perdiendo capacidad adquisitiva, durante muchos más años sin que pase nada. No hay que olvidar, además, que muchas familias subsisten con un único salario y con un empleo de mala calidad, especialmente cuando la cabeza de familia es mujer. Ni que son muchos los jóvenes que no llegan a mileuristas, que han de seguir atrasando su emancipación si no mejora la calidad de su salario y de su empleo.

Tal como oí decir a una sindicalista de UGT en la presentación hace unos días del 2006 Anuari Sociolaboral de la UGT de Cataluña (publicación que incorpora un indicador muy interesante de calidad del mercado de trabajo), la política de moderación salarial saca un notable alto en la asignatura de creación de empleo, pero un suspenso en la asignatura de calidad. En ese mismo acto, un líder sindical me hizo la pregunta retórica de si había que acabar con la moderación. Pienso que no. Pero el mayor reto que tienen ante sí los gobiernos, el mundo empresarial y los sindicatos de los países desarrollados de altos salarios relativos, que sufrimos la presión de la globalización, es cómo convertir el crecimiento y las ganancias de productividad en incrementos de salarios. Y cómo revertir la tendencia observada desde hace tres décadas de pérdida continuada de poder de los salarios en la renta nacional. Ése es el gran reto de los próximos años.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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