Billete de vuelta para inmigrantes sin suerte
Las dificultades para conseguir trabajo empujan a cientos de 'sin papeles' a acogerse al programa de retorno voluntario del Gobierno
Francisco Aldunate se coló en España por el aeropuerto de Barajas el 12 de marzo de 2006. El plan de este boliviano de 56 años consistía en ahorrar un buen puñado de euros trabajando como chófer y mecánico, pero sólo logró recolectar algunas hortalizas en Murcia y acabó en los comedores de la beneficencia en Batán, un barrio de la periferia de Madrid. "Ya me rendí", resume con voz cansada. Hoy es uno más entre los cientos de sin papeles que se han acogido al programa de retorno voluntario del Gobierno. Inmigrantes que si en algún momento lograron levantar cabeza fue sólo para que la realidad volviera a humillársela.
Desde 2003, cuando el programa comenzó a funcionar, la Administración ha pagado el billete de vuelta a 3.662 extranjeros, la mayoría latinoamericanos. No son muchos, pero la cifra va en aumento. La financiación también ha crecido: de 698.000 euros en 2003 ha pasado a 1,6 millones este año. Además de los billetes de avión, ese dinero sufraga pequeñas ayudas (en torno a 450 euros por persona) para que los retornados puedan reintegrarse en su país.
La Secretaría de Estado de Inmigración y Emigración gestiona el presupuesto a través de varias organizaciones: Cruz Roja Española, la Organización Internacional de las Migraciones, Caritas, Comisión Católica, Movimiento por la Paz el Desarme y la Libertad, Rescate y Voluntariado de Madres Dominicanas. Su titular, Consuelo Rumí, defiende que el programa "es una respuesta contra la permanencia de inmigrantes clandestinos en España y un acicate para que esas personas reinicien sus vidas en su tierra y hagan ver a sus compatriotas lo inútil que resultaría imitarlos".
Lógicamente, la Administración exige una serie de requisitos a quienes aspiran a acogerse al retorno voluntario. Aldunate los cumple todos: carece de medios económicos, hace más de seis meses que se halla en España, cuenta con un informe favorable de una ONG especializada y ha firmado una declaración en la que expresa el deseo de volver a Bolivia. Su proyecto ha fracasado. Y la causa de ese fracaso coincide con la de la argentina Alcira Elena Rodríguez, con la del brasileño Antonio Da Silva, con la del boliviano Arlene Villarroel... Todos ellos carecen de permiso de residencia y de trabajo. "Sin papeles no hay nada que hacer", convienen.
Tras el proceso de normalización de 2005, que sirvió para regularizar a casi 600.000 trabajadores extranjeros, los empresarios piratas de la economía sumergida sienten cada vez más cerca el aliento de la Inspección de Trabajo. No pasa un día sin que se produzca la detención de alguno de ellos. Esa presión ha hecho que muchos se tienten la ropa antes de contratar a inmigrantes indocumentados.
Aldunate llegó a Madrid con su licencia internacional de conductor y su experiencia como mecánico: "No me sirvió de nada", cuenta en el piso de acogida donde espera el visto bueno a su repatriación. "Me pedían los papeles para poder trabajar. Ése ha sido mi gran problema. Me fui al campo, a Lorca, a Águilas... Al final del mapa. ¡Pero hasta allí exigen papeles!".
Lo mismo le sucedió a Antonio Da Silva, de 32 años, casado y padre de cuatro hijos. El 12 de mayo de 2005 abandonó su puesto de dependiente en una tienda de electrodomésticos de la ciudad brasileña de Maringa (Estado de Paraná) con el propósito de ahorrar en España para comprar una vivienda. "He trabajado a ratos como albañil y peón agrícola, pero siempre acababan echándome porque no tenía papeles. Los últimos cuatro meses han sido muy complicados, sin trabajo. Si he podido comer ha sido gracias a los amigos de la iglesia evangélica".
El problema de Alcira Elena Rodríguez, de 60 años, no es la comida, sino el alojamiento. Abandonó Tucumán (Argentina) en julio de 2005 para vivir con una hija que trabajaba en Madrid como limpiadora y que le pagó el pasaje. "Lo he pasado mal", relata. "Quería cuidar enfermos, como en Argentina. Pero todo el mundo me pedía papeles. Y ahora mi hija no puede hacerse cargo de mí".
Más grave es el caso del boliviano Ademir Odilio Franco, de 29 años, que llegó a España en septiembre de 2004. "Hacía de todo un poco, sobre todo recoger fruta en Levante. Me pagaban 1,20 euros por capazo de cerezas. Pero, como carecía de papeles, sólo conseguía trabajo de tarde en tarde. Y cada vez que aparecían los inspectores tenía que salir corriendo y esconderme en el monte". Ademir creyó que a las mujeres les era más fácil conseguir empleo: "Además, si trabajaban como internas no gastaban en alojamiento ni en comida". Así que llamó a su novia, Arlene Villarroel, de 28 años, que dejó en Santa Cruz, con su madre, a tres hijos de un matrimonio anterior y se presentó en España. Fue un gran error. Al final, ambos tuvieron que pedir auxilio a la Organización Internacional de las Migraciones, que acaba de devolverlos a Bolivia.
Quienes se acogen a la repatriación voluntaria no vuelven a su país con las manos vacías. Ademir y Arlene, por ejemplo, recibieron a través de Cruz Roja Española una ayuda conjunta de 900 euros. En principio, ese dinero era para que montaran allí un salón de juegos de ordenador. Pero, una vez en Santa Cruz, lo emplearon en saldar las deudas que habían contraído para viajar a España. Ademir aún le debe dinero a su madre, que le prestó los 2.500 euros que costó su viaje: 1.700 el billete y 800 más para demostrar a los policías del control del aeropuerto que podía mantenerse durante "las vacaciones". Para obtener sus 2.500 euros, Arlene tuvo que ir más lejos: hipotecó la casa familiar.
El pago de la deuda es una necesidad tan urgente que algunos se han acogido al programa de retorno sólo para satisfacerla. Y, una vez cumplida su misión, han tomado otro avión hacia España. La necesidad y la honradez nunca han hecho buenas migas.
"El viejito intentaba besarme"
"No he sufrido, sufrido. Conozco a compatriotas que lo han pasado peor", dice Arlene Villarroel por teléfono desde Santa Cruz (Bolivia). Fue repatriada el 23 de marzo por la Organización Internacional de las Migraciones. Lo que sigue es el relato de su año en España.
"Los primeros tres meses trabajé en una tienda china de Oliva (Valencia), pero lo dejé porque me hacían trabajar 10 horas al día y sólo me pagaban 450 euros. Entonces me contrató una gitana para que cuidara de su suegra, que estaba medio loca. La tenían casi abandonada en un garaje, y durante seis meses viví allí con ella. Me pagaban 25 euros al día, hasta que se acabó el dinero de la abuela.
Acudí a Cáritas, donde me consiguieron trabajo con otra abuela. El problema era que la monja fijaba el salario de las personas a las que colocaba, y para mí apalabró 500 euros. La abuela, de 92 años, tenía Alzheimer y vivía con su hijo, de 67 años y con Parkinson. El viejito era muy pícaro, y continuamente intentaba besarme, tocarme el culo. A los tres meses no aguanté más y me fui. Él vino a pedirme disculpas y me ofreció 900 euros.
No encontré más trabajo allí y me fui a Gandia (Valencia), donde mi novio había trabajado alquilando tumbonas en la playa. Cuando terminó el verano se quedó sin trabajo y gastamos en el alquiler de la habitación y en comida lo que ahorramos.
Fui a Teulada (Alicante), a cuidar de otra abuela. Me tocó una abuelita muy buena, pero una nuera un poco mala. Era colombiana, casada con un español. Me pagaban 800 euros. Aguanté dos meses".
"Y ahí fue donde ya me estanqué: sin trabajo y sin dinero, acudí a Cruz Roja. A ellos les agradezco que me devolvieran a mi país".
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