Las cosas que nunca existieron
Hace unos años se publicó en nuestro país un hermoso libro titulado Enciclopedia de las cosas que nunca existieron. Se hablaba en él de esos objetos, personajes y lugares que habían vivificado con sus cualidades las fantasías de los hombres. Hadas, gnomos y duendes vivían en los setos floridos; una granja destartalada podía ser la morada de una bruja, y había ojos acechantes en los agujeros de los árboles huecos. Los bosques, selvas, montañas, desiertos y praderas tenían poblaciones misteriosas, que solían vivir en una dimensión diferente de la nuestra y que en casos especiales podían llegar a visitarnos. Avalón, Camelot, El Cementerio de Elefantes, El Centro de la Tierra, La Ciudad de los Monos, El Dorado, El Castillo de la Gatablanca, La Montaña de Azúcar, eran algunos de los nombres de esos lugares de la irrealidad. Lugares donde cualquier cosa podía suceder, no todas necesariamente agradables, porque una tierra maravillosa no es más que un lugar lleno de sorpresas.
Tienen una ventaja las cosas que nunca existieron, que nos basta con nombrarlas para que queramos saber al momento lo que son y lo que podemos esperar de ellas; al contrario que las reales, a las que su propia obviedad las hace tantas veces habitantes de nuestras desidias. Pero bien mirado, ¿son tan distintas unas de otras? O dicho de otra forma, ¿no hay en nuestro mundo lugares que bien merecerían, por lo asombrosos que resultan, estar incluidos en una enciclopedia así? Por ejemplo: El País de los Pobres, La Ciudad de los Constructores, El Valle del Fuego, Los Viajeros de la Oscuridad, Los Asesinos de Mujeres o, sin más lejos, el mismísimo País Vasco... Bastaría, en efecto, que esos lugares reales formaran parte de un libro así para que tuviéramos que preguntarnos por lo que pasa de verdad en ellos y por qué son exactamente como son. Por ejemplo, por qué tantos hombres, mujeres y niños se ven obligados a abandonar sus pueblos perdidos y pasar todo tipo de calamidades para acercarse a lugares donde raras veces serán queridos; o qué hace que una parte de un pueblo tan dado a la épica como el vasco haya permitido que sus niños y adolescentes puedan considerar como un héroe a alguien que dispara vilmente por la espalda y es capaz de matar a ancianos, mujeres y bebés, sin que nada racional lo justifique. ¿Es posible un héroe sin alma? En ese caso, ¿qué país se puede fundar con sus gestos? Y, sobre todo, ¿merece la pena tener hijos en él que puedan seguir su ejemplo?
Pero hacer que los lugares reales puedan ser vistos con los ojos de los sueños no es lo mismo que comportarnos como si fueran nuestros sueños los que tuvieran que decirnos cómo actuar en el mundo real. Y no está mal que el amor que uno siente a su pueblo pueda llevarle a verlo con los ojos de la imaginación, y que unos bueyes que arrastran un bloque de piedra o una competición de leñadores lleguen a transformarse para él en ritos que sostienen el orden del mundo; pero nunca permitir que esas fantasías nublen su entendimiento. Pues lo más hermoso de los sueños es que no son reales. Y decir esto no es quitarles importancia, sino dársela en grado sumo, pues su misión es avivar la llama de nuestros deseos. Y una llama tiene el poder de destruir pero también el de iluminar, y el problema es cómo conseguir que las llamas se transformen en lámparas. Un niño que sueña con hablar con los animales, verá de otra manera los animales reales a luz de ese sueño; y una muchacha que lo haga con castillos donde guerreros misteriosos y dulces salen a recibirla, verá de otra forma a sus compañeros de clase a la luz del suyo, pues eso es justo el amor para ella: viajar a uno de esos países de las cosas que nunca existieron. ¿Podríamos vivir sin sueños así, algunos tan decididamente cursis? No, no podríamos. Forman parte de ese mundo secreto que es nuestro corazón.
Los judíos tienen un sabio precepto que asegura que las palabras en el corazón no son palabras, como dando a entender que no debemos ser juzgados por nuestros deseos sino por nuestros actos, pues sólo éstos tienen un efecto sobre los demás. Pero son esas palabras del corazón las que nos hacen vivir, sobre todo si sabemos colarlas subrepticiamente en la vida de todos los días. Es importante que sea subrepticiamente, no como una exigencia que les ponemos a los demás, sino de una forma desinteresada. No es infrecuente, sin embargo, que lleguemos a confundir esas palabras, y lo que sólo en silencio debieron decir, con
las cosas reales. Eso es un deli-rio, confundir nuestros deseos o imaginaciones con el mundo real, que nunca nos pertenece por entero, pues lo real es lo común, lo que compartimos con los demás.
Y sin embargo, a menudo los delirios invaden la vida pública haciéndola intolerable, pues cada uno quiere imponer a los otros el suyo. Deberíamos observar a los niños, el juego de los niños. Un niño se sube a una silla y juega a que es un jinete. Esto no quiere decir que llegue a confundirla con un caballo, y cuando su padre le dice que vaya a cenar, la silla volve-rá a ocupar su lugar en el comedor. Juega a que es un caballo, pero sabe que es una silla. Y está bien jugar a cosas así, pero también no perder la cabeza. Jugar, por ejemplo, a que un pueblo pueda constituirse en un país independiente, con su bandera y sus himnos, aunque no esté claro que haya nada en él que lo haga distinto a los pueblos de alrededor, ni que sus habitantes tengan hábitos o deseos diferentes a los de sus vecinos. De la misma forma que la silla con la que juega el niño no es diferente a las otras sillas de comedor o del cuarto de estar. El problema no es, pues, que tales locuras pueblen nuestras fantasías, sino que lleguemos a creerlas verdaderas. Por ejemplo, lo que pasa entre los hombres y las mujeres. Nada prueba que tengamos aptitudes diferentes, salvo aquellas que se refieren a nuestras complementarias funciones biológicas, pero a la vez nos gusta jugar a que es así y este juego nos proporciona un placer inigualable al que no estamos dispuestos a renunciar. Pero las palabras en el corazón no son palabras, es decir, deben vivir en un lugar sólo destinado a nuestras ensoñaciones, por lo que todo vale con tal de que lo no olvidemos.
El mundo esta lleno de palabras así. Las palabras de los niños, las de los creyentes apacibles, las palabras de los jugadores, las de los amantes, incluso las palabras oscuras de los que sueñan cosas que nunca llegarán a hacer, pues también estamos hechos de oscuridad. Son esas palabras las que alimentan el arte. Los poemas, las novelas, el cine no existirían sin ellas, pues cuando leemos un libro o vamos a ver una película sólo vamos deseando escucharlas. Es lo que quiere un niño cuando le pide a sus padres que le cuenten un cuento. Él sabe que lo que le cuentan no es real, pero lo quiere escuchar de otra forma a como se escuchan las palabras de la ciencia o del deber, esas palabras que nos informan sobre nuestras obligaciones y responsabilidades. Esas otras palabras tienen más que ver con lo que callamos, y por eso muchos de los personajes de los cuentos son mudos. Es lo que significa en tal mundo haber perdido la voz: estar atento a las palabras que pueblan nuestro corazón. Una niña puede jugar a des-cuartizar y a comerse a sus muñecas, y en una simple partida de cartas se busca engañar y destruir al rival. ¿Importa? No, no importa. Nada de esto sucede realmente, pues las palabras en el corazón no son palabras. Aunque no sabríamos vivir sin ellas. Eso es el arte: arreglárselas para llevar al otro las palabras del corazón. Exige mesura, astucia, encanto y sobre todo una buena dosis de ironía. Cuando estos días atrás, y antes de su ingreso en prisión, veía en periódicos y televisiones a Iñaki de Juana Chaos paseando con su novia, no podía dejar de preguntarme por lo que pensaría cuando estuvieran a solas en su casa. Cuando ésta, por ejemplo, estuviera acostada y él se asomara en silencio a la puerta para verla descansar. Querría, como es lógico, que no le pasara nada malo, tal vez tener hijos suyos y poder sentarles en sus rodillas para contarles las historias de ese extraño país con el que sueña. Y me lo imaginaba deseando, mientras la miraba, que nada de lo que había vivido en estos últimos tiempos había sido real. Que nunca había llegado a matar, ni a hacer daño a seres indefensos. Que fueron imaginaciones un poco locas de esas que todos tenemos alguna vez. Me lo imaginaba deseando que ese país en el que cree pudiera regresar al dulce lugar sin culpa de las cosas que nunca existieron. Y así poder recuperar su alma.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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