Drácula
En Las Ventas hay un hombre igual a Drácula. Cualquiera lo puede distinguir con facilidad si un día se acerca por allí. En primer lugar, por su aspecto. De complexión asténica, aunque no esquelética, ojos inyectados en sangre, pelo peinado hacia atrás, muy pegado al cuero cabelludo que recubre un cráneo algo achatado, como lamido por un cabestro. La boca crispada, de labio fino, que apenas abre más que para lanzar agrias protestas. Todos los dientes son incisivos. No utiliza capa, bien por la temperatura o por no llamar a engaño a algún cándido que pudiera confundirlo con un tuno o un folclórico de esos que se disfrazan de castizos; pero suele llevar un traje gris -en alguna ocasión se le vio de azul marino- y corbata de seda de atrevidos tonos juveniles en los carteles de lujo, o bien oscuros ropajes imprecisos durante el resto de la temporada. Antes de la corrida se le cierra la barba, como a Belmonte, y si a éste se le llamó con razón El pasmo de Triana, a aquél, con no menos motivos, se le podría denominar El pálido del tendido. Es esta molesta circunstancia la que le obliga a afeitarse dos veces los días de corrida (al menos durante la feria). Pero si estos rasgos inconfundibles no fuesen suficientes para localizarlo, daremos algunas pistas de otra índole que han de despejar cualquier duda sobre su identidad. Puede acomodarse en cualquier tendido, si bien, como todo vampiro, gusta más de la sombra y de las localidades bajas o subterráneas. Caza en solitario. No se adhiere a grupo alguno, ya sean amantes de la socarronería, de lo soez, exigentes, integristas, depredadores, catedráticos, ni mucho menos felices inocentes y pánfilos aplaudelotodo; llegando a despreciar, incluso, a la alegre muchachada intransigente y a las sabias y silenciosas andanadas de la próstata que vieron torear a ignotos maestros y a cuyos abonados ya nada impresiona. Como todos los de su especie, vela por la pureza de la sangre, tanto de toros como de toreros, si bien a la hora de beberla se decanta por la de presidente, aunque tampoco desprecia la de veterinario. Odia a cuantos le han hecho mal en la vida, es decir, a los culpables de su lamentable estado; a saber: a la mayoría de los matadores y novilleros y a sus respectivas cuadrillas, a la casi totalidad de los ganaderos, a todos los picadores sin excepción, al cien por cien de los presidentes y sus asesores correspondientes, al director de la banda, a los clarines y timbales, al muy molesto vendedor de las cervezas y a la chusma ignorante que llena la plaza y disfruta con el fraude de las corridas. Sólo se le ha visto aplaudir alguna vez a un presidente honrado que, cumpliendo con su deber, no transigió con las peticiones del estólido respetable. Pero a pocos.
Este peligroso personaje asiste a casi todas las corridas, y su sangre, cada vez más negra, más cercana al reino de la muerte y de las sombras que al de la luz y la vida, reclama para sí aquella que pertenece al misterio vital, épico y lírico, que protagonizan en la arena torero y toro; reclama para sí la sangre roja y viva de esta fiesta. Tengan cuidado, hoy es la de los diestros, pero mañana puede ser la suya. No hay descanso en el reino de las sombras. A veces tampoco lo hay en el cegador del sol. Es importante que cuando venga usted, con el corazón ilusionado y el alma franca, a contemplar una corrida de toros en estas gradas, lo localice rápido. Y, desechando tentaciones facilonas, no se deje llevar por nadie: que atienda a los siempre firmes dictados de su inteligencia y de su piel.
Algún pobre incauto confunde a este ominoso ser con el aficionado de Madrid, pero ignora que si por él fuera y en su anémica mano estuviese, hace mucho tiempo que se habrían terminado estas fiestas. Afortunadamente Madrid tiene otros 23.000 aficionados de diferentes capas y pelajes. Si usted se lo encuentra alguna vez, haga como que no lo ve. Levántese, disimule, mire a la presidencia, y póngase a dar palmas de tango.
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