Banderas de nuestros padres
De niños íbamos a pescar sollas en el Ulla. Allí, en las brañas de Laíño, donde el río traza su curva y enfila los humedales de Imo, de Bacariza, de Isorna y deja ya un gusto de agua salada a la altura de las Torres del Oeste de Catoira, los peces se pescaban con los pies. Antes, en la época de nuestros abuelos, todavía los arenales eran tan extensos que permitían el paso de las personas y del ganado hasta las parroquias de Vilar y de Cordeiro, ya en la provincia de Pontevedra.
Han pasado no más de 40 años y todo eso es hoy un inventario de la nostalgia. Desde que a finales de los años sesenta los barcos areneros empezaron a dragar el fondo del cauce y a extraer diariamente cientos de toneladas de arena, llevados por la incipiente fiebre de la construcción, se produjeron dos décadas de cruel saqueo. Nadie reparó en las consecuencias, nadie levantó la voz; los ecologistas eran por entonces tan exóticos como los primeros cristianos en la época de Octavio Augusto. Hoy el Ulla, por lo menos en el tramo que va desde Pontecesures a Rianxo, es un inmenso canal con fondos de lodo, botellas de plástico a la deriva y unas incontroladas mareas que hacen las delicias de otra plaga humana incipiente: las potentes motos de agua y sus desaprensivos pilotos.
El gran Ulla, con todas sus leyendas de ahogados y aparecidos, con toda su familia de salmones y de lampreas (algunos cebados para que picaran en el anzuelo del Caudillo), con su inmenso caudal de relatos navegables, engorda hoy una estadística lamentable: es el río con más presión contaminante de toda Galicia con 509 puntos de vertido. Un récord patético para todos aquellos que hemos ido asistiendo a la reconversión de su paisaje y a la constante especulación sobre sus riberas como si el legado natural fuera terreno recalificable y sus aguas un inmenso sumidero. Los expedientes medioambientales hablan de 87 vertidos sancionados a los que quizás bastará con un palmada en el hombro y una ración de callos en la taberna del pueblo, aunque quizás con los cambios políticos (el Ayuntamiento de Dodro estrenará gobierno bipartito tras una inmemorial racha popular-franquista) las medidas protectoras y de vigilancia impidan que por lo menos no se perpetren nuevos desastres. Veremos.
La bucólica estampa de este presunto Huckleberry Finn de las brañas laiñesas también se ha visto afeada desde hace décadas por esa imponente chimenea manchesteriana que FINSA levanta en Pontecesures y que un día sí y otro también arroja al cielo con toda impunidad los malos vapores de su negocio maderable. Supongo, alguien tendrá que rebajarle los humos a este apocalíptico ejemplo de antes del protocolo de Kyoto.
Mientras el Ulla arrastra aguas turbulentas por todo su curso, Galicia vuelve a recuperar el primado de las banderas azules en el continente europeo. Después del Prestige, los 127 distintivos otorgados (119 playas y 8 puertos) son como una condecoración al mérito civil de todos los que se han dedicado, por un motivo o por otro, a tapar la negra sombra del petrolero y a hacer que la especie veraneante cuente con arena limpia, ducha accesible, chiringuito a mano y pinar en sombra para que pueda pasar otro domingo más de su vida haciendo castillos en la arena. Somos país marítimo y potencia pesquera, y esas banderas son para la hostelería la confirmación del inmenso poder regenerador del Atlántico pese a las bestias específicas de su litoral y las más temibles que habitan en Madrid.
Pocas memorias permanecen limpias en este mundo y cuanto más avanzamos en el futuro más incierto parece dejar a nuestros hijos un legado no negociable: el del agua potable, el de las especies marinas, el de los ecosistemas frágiles y heridos de muerte en esta punta del continente europeo. Muchas medidas se tomarán a partir de estos días para el litoral y para todos los cauces afectados. Recuerden, incluso los grandes depredadores y los desposeídos del reino, que la naturaleza es de las pocas causas que agradecen enormemente las ideas conservadoras. Y va a seguir ahí unas cuantas municipales más.
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