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Columna
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Feria del libro

¿Me firma estos libros? Era una mujer mayor, pero tenía la timidez de una adolescente. Su forma de sonreír, de mirar, de acercarse a la caseta de firmas, sugería la tranquilidad amable de las personas acostumbradas a dar amparo. Al pedir la firma, sin embargo, se le notaba una extraña ilusión personal, esa alegría secreta e indecisa que se establece con el mundo cuando estamos aprendiendo a vivir y las cosas adquieren un valor sentimental, una fuerza pudorosa de acontecimiento íntimo. Con más de 70 años, parecía una nieta hablando de su abuela. Quizá por eso, porque entendió mi curiosidad, o porque no podía renunciar a su costumbre de amparo, quiso explicarme que, en realidad, era una abuela hablando de ella misma gracias a su nieta. Mire usted, yo no había leído nunca poesía moderna. A mí me gustan las rimas, los sonetos, los romances, los versos que nos aprendíamos de memoria en el colegio. No encontraba yo el mérito de los poemas sin rima, del verso libre que se confunde con la prosa. Pero tengo una nieta a la que quiero mucho, porque es tan rara como yo, más sensible de la cuenta. A ella le gusta la poesía de su tiempo, y es usted su poeta preferido. Así que empecé a leer sus libros para entender a mi nieta, y la verdad es que me he aficionado. Ahora comprendo que estos poemas tienen su música, y su sentido, y dicen cosas que conviene decir cuando alguien las entiende bien. Quiero que me firme un libro para mí, y otro para ella. Mi nieta se llama Irene, igual que su hija mayor. Mientras firmaba los ejemplares, le comenté que a mí también me gusta la poesía con rima, escrita en estrofas clásicas, y que resulta imposible escribir bien en verso libre si no se conoce la tradición. La abuela empezó a recitar con un punto de ironía una leyenda de Zorrilla. Yo completé los versos, poniendo la voz teatral y conmovida de mi padre.

De pronto supe que me dedicaba a la poesía porque de niño había tenido la necesidad de comprender a mi padre, un militar de Burgos, acostumbrado a dar órdenes en los patios de armas, que los domingos por la mañana recitaba a su hijo, con pronunciación muy correcta, sin comerse las eses, y con tono muy sentimental, historias de enamorados que se entregaban a la pasión, o se traicionaban, o luchaban juntos contra la precariedad de la vida y el imperio de la muerte. Durante mucho tiempo, como todo el mundo, cometí el error de pensar que sus lecturas en alto sirvieron sólo para educarme. Eso pensamos todos, hasta que tenemos hijos, y queremos comprenderlos, y necesitamos que nos comprendan, y nos preocupamos de un modo definitivo por el mundo, por el futuro, por sus vidas, sus trabajos, sus amores. Son los hijos los que nos educan a nosotros con la inquietud que despiertan en nuestro horizonte de verdades acomodadas y de ilusiones muertas. Yo me hice poeta porque tuve que educar a mi padre mientras él me leía versos de Zorrilla, como mis hijos me educan a mí cada vez que nos inventamos un cuento de Ruperta la Experta, o de Juanito Pies Azules, o cada vez que me atrevo a leerles uno de mis poemas. La literatura, cuando se lee o se escribe, es una forma de educarse pensando en los demás. El compromiso con la vida de los otros resulta mucho más fuerte y decisivo que la identificación con una ideología. Señora, señora..., llamé a la abuela adolescente. Permítame que le regale este libro, Leer con niños (Caballo de Troya, 2007), de Santiago Alba Rico. Lo he terminado esta mañana en el avión, mientras venía a la Feria. Habla de la gente que defiende su tiempo para leer, de la vida en una época bárbara que pretende acabar con los relatos de carne y hueso, de las nuevas formas virtuales de dominación, de la pobreza, de las prisas crueles de un capitalismo que nos impone hábitos de solteros y de huérfanos. Explica que lo contrario de la soltería no es el matrimonio, sino el estar enamorado, y que sólo los niños, nuestros hijos, nuestros nietos, o el pequeño de ojos aterrorizados que sufre un bombardeo en Bagdad, tienen poder para educarnos.

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