El maíz y la libertad
Hace unas semanas, el Gobierno vasco declaró oficialmente a Euskadi como "zona libre de transgénicos". El anuncio tuvo un eco mínimo en la prensa y, por descontado, no fue motivo para que la oposición política, de izquierdas ni de derechas, arqueara una ceja. No tengo particulares intereses en el sector primario, pero recibí la noticia como un puñetazo y aún hoy me interroga como anécdota y, sobre todo, como categoría.
Básicamente se trata, según leo en la propia declaración del Gobierno vasco, de "establecer los mecanismos necesarios para impedir en Euskadi la producción de cultivos modificados genéticamente..."; es decir, de prohibir algo, algo que en principio no está prohibido por ley alguna: cultivar las plantas que a uno le dé la gana.
No sé si forma parte del bien común mantener las "peculiaridades agrarias regionales"
Una disposición restrictiva de derechos individuales como ésta debería acompañarse de un importante esfuerzo de justificación que legitime la intromisión en la libertad de los ciudadanos. Si toda decisión administrativa ha de ser motivada, mucho más lo habrán de ser aquéllas que restrinjan los derechos individuales, como nos enseñaban en la facultad, "con sucinta referencia de hechos y fundamentos de derecho".
¿Por qué, entonces, el Gobierno vasco no se toma la molestia de hacerlo? Porque se trata de una medida plenamente acorde con el pensamiento convencional de que los transgénicos son dañinos. ¿Lo son, realmente? Ni lo sé, ni me importa demasiado. Lo importante es lo que le ocurre a la libertad, no al maíz. La cuestión es: ¿cómo es posible que nuestro sistema político acepte impertérrito limitaciones injustificadas a la libertad?
Según leo en la prensa del 28 de marzo pasado, más de 120 científicos españoles (entre los que se hallan, por ejemplo, Margarita Salas, Santiago Grisolía, los responsables del Centro Nacional de Biotecnología y más de 50 universidades, etc.) declaran que "no hay ni un argumento científico para dudar de la seguridad y la eficacia de las variedades de plantas transgénicas aprobadas por la Unión Europea".
Por su parte, Greenpeace, la ONG promotora de la Campaña por una Europa Libre de Transgénicos, en la que se encuadra la Declaración del Gobierno vasco, señala los argumentos empleados para justificar estas decisiones y que, literalmente, son: "Mantener la calidad de los alimentos y el derecho a la libre elección de su alimentación; mantener sus peculiaridades regionales y sistemas agrarios, así como sus variedades locales; evitar los riesgos y daños para la salud y el medio ambiente, aplicando el principio de precaución; respetar la voluntad de la mayoría de los europeos, que rechazan los alimentos transgénicos".
A la vista de lo expuesto por la propia Greenpeace, resulta clamorosa la falta de toda fundamentación científica expresa de tal prohibición. Insisto en el hecho de que no soy un científico. Desconozco si Greenpeace y el Gobierno vasco tienen o no razones que pudieran poner de manifiesto un riesgo suficiente para la salud o el medio ambiente que avalaran este tipo de medidas. Lo que digo es que, si las tienen, deberían exponerse con claridad, cosa que no se llega siquiera a intentar, a caballo de una opinión pública que se supone ya decidida.
Los argumentos empleados traslucen, eso sí, una visión entre bucólica y autoritaria, reaccionaria en todo caso, que debería preocupar a una izquierda que con pasmosa benevolencia acepta como parte del pensamiento progresista todo lo que proviene de los llamados nuevos movimientos sociales, entre los cuales, como en botica, hay de todo.
Resulta llamativo, para comenzar, que se acometa una prohibición con la declarada finalidad de asegurar la "libertad de elección". Tampoco se explica porqué la utilización de vegetales transgénicos perjudica la "calidad alimentaria". Y mucho menos el alcance de un invocado "principio de precaución" mediante el cual se conjuran unos hipotéticos "riesgos y daños". Semejante principio paternalista podría conducir a la prohibición generalizada de cualquier conducta humana de la que pudieran derivarse daños o riesgos sin especificar, es decir, de casi todo en la vida.
Por otro lado, no sé si forma parte del bien común el mantenimiento de las "peculiaridades agrarias regionales". Es posible. En cualquier caso, no se trata de una cuestión de riesgo fitosanitario sino, por así decirlo, de preferencia identitaria. Más demagógico resulta aún el último argumento ofrecido, la vox pópuli de la que Greenpeace dice hacerse portavoz. No se trata, en efecto, de una organización que lanza un mensaje a la opinión pública con el ánimo de concienciarla sobre algún asunto, sino que es la propia opinión (que la ONG afirma conocer aunque no explique cuándo ni cómo han manifestado "los europeos" su oposición a los transgénicos) la que se convierte en argumento legitimador.
Pero es que, y esto es lo importante, aun en el caso de que, en efecto, la opinión mayoritaria de los europeos fuese contraria, ¿bastaría ello para legitimar una coacción al ejercicio de una actividad privada que no cause daños a los demás (sea cultivar determinadas variedades de plantas, casarse con quien uno quiera, practicar la religión que guste, o ninguna, etc.)?
Estamos, una vez más, ante la cuestión de los límites a la libertad, algo que se suponía que la izquierda democrática tenía resuelto desde hace mucho, por lo menos de modo teórico. Resuenan las viejas palabras de John Stuart Mill: "La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás". Lo democrático, por curioso que pueda parecer, no consiste en seguir siempre los dictados de la voluntad mayoritaria. La mayoría política, siempre contingente, decide los destinos de la comunidad en el marco de unos determinados procedimientos y unas leyes en cuya cúspide resplandecen, precisamente, la libertad, la igualdad, el pluralismo político, la separación de poderes, los derechos inalienables de la persona, etc.
Si una mayoría, por los motivos que sean, es contraria a la libertad, lo democrático (y lo decente) es oponerse a ella, bien se trate de una cuestión menor, como el tema de los cultivos transgénicos, o de asuntos más peliagudos frente a los que nuestros representantes políticos deben tener la suficiente firmeza moral aunque ello vaya en contra de sus cálculos de popularidad. Ejemplos hay tantos, y espacio me queda tan poco, que mejor lo dejamos para otra ocasión.
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