Revisar la revisión
En su monumental Posguerra cuenta el historiador Tony Judt un chiste de la época soviética. Un oyente llama a Radio Armenia preguntando si es posible predecir el futuro. "Sí, no hay problema: sabemos exactamente cómo será el futuro", le contestan. "Nuestro problema es el pasado, que siempre está cambiando". La humorada describe el alegre desparpajo con que las sucesivas administraciones comunistas manipulaban salvajemente la historia, extirpando cuanto no interesaba a la perduración de la dictadura, y así los adversarios de Stalin fueron no sólo eliminados físicamente, sino también borrados de las fotografías en que aparecían junto a Lenin o el propio Stalin. El Poder no leerá de verdad a los poetas, pero lo que sabe muy bien es que, como dice el verso de T. S. Eliot, el tiempo futuro está contenido en el tiempo pasado, de forma que la única manera de dominar el futuro es dominar también el pasado; de ahí que el Poder quiera siempre legislar sobre la historia, imponer una lectura de la misma y, en el más delirante o megalómano de los casos, abolirla: en el fondo de todo tirano alienta el deseo de convertirse en aquel emperador chino llamado Shih Huang Ti, quien, según cuenta Borges, dispuso que se quemaran todos los libros con el fin de abolir el pasado y conseguir que la historia empezara con él. Casi sobra añadir que, por mucho que se empeñen en propagar lo contrario los talibanes de la derecha española, no es en absoluto reescribir la historia lo que propone la llamada Ley de la Memoria Histórica, más prolija y apropiadamente rebautizada como "Ley de extensión de derechos a los afectados por la Guerra Civil y la dictadura"; lo que propone esta ley es sólo un acto de estricta justicia, un reconocimiento tardío e indispensable -aunque tímido y a fin de cuentas insuficiente- de ciertas víctimas del franquismo que hasta ahora habían sido relegadas al olvido. Reescribir la historia -si no algo peor- es, por el contrario, lo que está tratando de hacer ahora mismo en Polonia un Gobierno feroz de talibanes ultraderechistas y meapilas mediocres y resentidos, que ha iniciado una caza de brujas feroz contra todo aquel que tuviera el menor atisbo de relación con el comunismo que gobernó el país durante casi medio siglo, incluidos, por supuesto -y quizá sobre todo-, aquellos que más contribuyeron a derribar el comunismo jugándose el pellejo en el empeño, y eso es también -sólo que a la inversa: el paralelismo es inevitable- lo que hubiera podido ocurrir en España si hubieran triunfado ciertos jóvenes meapilas de izquierda que, campeones de la pureza de boquilla cuando ya no hay que jugarse el pellejo, todavía añoran una especie de Núremberg español, lo que demuestra que, después de todo, la Transición no fue un desaguisado tan grande como pensábamos cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados, porque al menos nos libró de las cazas de brujas y del triunfo de los talibanes.
Pero el chiste de Judt que refería al principio contiene también una verdad menos aparatosa, aunque no menos evidente. Es cierto que el pasado es casi el único tiempo que posee consistencia real, porque el presente apenas existe -basta mencionarlo para que desaparezca- y porque el futuro es mera conjetura y, cuando deja de serlo, se convierte en presente fugacísimo y luego para siempre en pasado. No es cierto, sin embargo, que el pasado sea algo que permanezca inmóvil, siempre idéntico a sí mismo, invulnerable al paso del tiempo: el pasado está siempre aquí, integrado en el presente, operando sobre todos, porque es la materia de la que estamos hechos y porque de algún modo somos, también, lo que hemos sido; pero, igualmente, porque el presente altera el pasado: porque aquél nos obliga a interpretar éste de un modo distinto. En el ámbito del arte el hecho es clarísimo. Fue precisamente Eliot quien argumentó que las grandes obras no son sólo las que determinan el futuro, sino las que reordenan la tradición, obligándonos a leerla a una luz nueva, y así Kafka altera nuestra percepción de Conrad o Melville, y Picasso exige mirar de otra forma a Velázquez, igual que Bergman fue un cineasta distinto tras algunos filmes de Woody Allen o que el Quijote no significa las mismas cosas después de leer a Joyce o a Borges. Se dirá que las obras de Conrad o Melville o Picasso o Bergman o Cervantes no cambian con el tiempo; es falso: no es sólo que a veces las obras cambien materialmente (para comprobarlo basta con echar un vistazo al último libro deFrancisco Rico: El texto del Quijote); es que cambia nuestra percepción de ellas y, dado que en más de un sentido importante las obras de arte sólo existen en la medida en que alguien las percibe -en la medida en que alguien las ve o las oye o las mira-, son ellas mismas las que cambian, y por eso el Quijote que leyeron los contemporáneos de Cervantes, un libro "de burlas" protagonizado por un personaje risible, no es el mismo que el Quijote protagonizado por el "rey de los hidalgos, señor de los tristes" de Rubén Darío, que es el que todos hemos leído a partir del romanticismo
Algo semejante ocurre con la historia. No estoy diciendo que los hechos no son lo que son, sino lo que recordamos que son; no: los hechos son lo que son, inapelablemente, y de ahí que la expresión "memoria histórica" sea absurda o entrañe un oxímoron, pues, según ha subrayado Santos Juliá, la memoria es personal e inevitablemente subjetiva, mientras que la historia es colectiva y es o debe aspirar a ser objetiva. Ni siquiera estoy hablando de la evidencia de que las investigaciones de los historiadores exhuman aspectos desconocidos del pasado, que lo completan y modifican. Lo que digo es que el presente nos obliga a interpretar el pasado de una forma nueva: que, digamos, la historia del siglo XX no es la misma después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York o después de la caída del Muro de Berlín. Dicho esto, para quienes profesamos la afición de la historia no deja de ser desconcertante que el peor epíteto que desde hace años pueda infligirse a un historiador profesional sea el de revisionista, siendo así que la primera obligación de un historiador consiste precisamente en revisar la historia, en cuestionar las certezas comúnmente aceptadas y, por lo tanto, en proponer una interpretación del pasado acorde con los conocimientos y las experiencias del presente. Otra cosa es lo que perpetran en España algunos historiadores de mentira que de un tiempo a esta parte publican con éxito versiones actualizadas de los infundios de la propaganda franquista; o lo de quienes, digamos, aseguran que Auschwitz fue en realidad un balneario con fines benéficos. Eso no debería conocerse como revisionismo; debería conocerse como lo que es: manipulación o mentira o, si preferimos ser generosos, simple ignorancia. Pero que por temor a ser confinados en las letrinas del revisionismo haya historiadores que eludan la realidad o se muerdan la lengua o renuncien al valiente riesgo de la interpretación y se resignen a la docilidad pusilánime de la ortodoxia académica o ideológica sería una catástrofe con la que nadie saldría ganando, salvo quienes mienten, manipulan e ignoran. Al fin y al cabo, el oficio de historiador no consiste sólo en contar la historia, sino también -lo que en el fondo es acaso lo mismo- en revisar cómo se ha contado la historia, y en revisar la revisión y la revisión de la revisión y la revisión de la revisión de la revisión, y así hasta el infinito. Vistas así las cosas, no hay más remedio que darle la razón a Jordi Gracia: aplicado a los historiadores, el calificativo revisionista es casi pleonástico. Vistas así las cosas, el revisionismo es únicamente aquello que practican los historiadores de verdad.
Javier Cercas es escritor.
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