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Columna
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Ronda por el Gijón

Tengo opinión personal y reservada en cuanto al latoso asunto de la memoria histórica, referida a lo que ocurrió a lo largo de casi todo el siglo pasado, pues una inmerecida longevidad me ha colocado en ese periodo desde 1919 hasta hoy. No suele ser memoria, rara vez es histórica y pongo en duda la idoneidad del pronombre personal. La verdad, mi verdad, la tuya, son las de los que estuvieron en la feria y pueden contarlo con briznas de interés si no están muy contaminadas.

Acabo de leer, de dos tirones, un apetitoso libro recién publicado, de Marcos Ordóñez, titulado Ronda del Gijón (Aguilar, 2007), que describe un esbozo de las peripecias literarias del Madrid de la posguerra civil. Dieciocho relatos que traen causa de aquel lugar superviviente, por milagro, en el paseo de Recoletos. La originalidad y el atractivo del texto residen en la forma de versión directa, con un logrado estilo homogéneo debido al autor, pero salido de la boca de los protagonistas, dieciocho personajes en busca de lector. De ellos, en el transcurso de la confección del libro, han muerto dos y se guarda un orden cronológico que pone mi nombre en el puesto telonero y a los demás en "lista de esquela". Dense prisa, no somos inmortales.

Hay escenas imborrables, como el largo idilio en aquellos asientos de pana roja entre Pradera y Fernán-Gómez

Hablé con el autor por teléfono para responder, más que a sus cuestiones, a un pulso comunicativo, que se refleja en las diez o doce páginas primeras. Me han sorprendido algunos datos sobre mí mismo y circunstancias que creía conocer de primera mano, pero la relación está tan bien traída que quizá modifique ciertos recuerdos para adaptarme a este fluido y ameno relato, algo como la obligación que incumbe al modelo de parecerse al retrato. Somos residuos palpitantes de una marejada que, en periodos de distinta duración, convertimos unas paredes en el momento cotidiano más importante. No quiere decir esto que fuéramos amigos ni que nos conociéramos. Apenas recuerdo a Perico Beltrán, que para los demás fue un elemento destacado y valioso, ni a José Luis García Sánchez y algún otro; tengo como presentes en las emociones a la mayoría de los que ya no están en este mundo ni van a ningún café. Incluso mi cese como contertulio es anterior a la llegada del cerillero Alfonso, rellena, hasta rebosar, la memoria por la del camarero Manolo Luna. Pasé a Balmoral (hoy, cerrado, para volver a ser el garaje del edificio) en 1957 y volví rara vez por el Gijón.

En estos relatos, cada uno habla, preferentemente, de sí mismo, recordando a ratos, como un apretón de bridas, que se trata de la historia de un lugar. De aquel tiempo creo que conocí a los demás, los traté, admiré a algunos, aprecié a muchos, menosprecié a pocos, sentimientos que supongo recíprocos. La relación es breve, como está dicho: Ana María Matute, Manolo Alcántara, Jesús Pardo -le encontré en Londres-, Rafael Azcona -traté poquísimo a este hombre excepcional-, Juan Tébar, Ruiz-Castillo, Raúl del Pozo, Juby Bustamante, Manolo Vicent, Álvaro de Luna -por su fama cinematográfica-, Rosana Torres y, encaramada en su lejano prestigio, Maruja Torres. Lo mío es anterior, soy un antepasado. En algo coinciden casi todos, y es en el dato de que, probablemente, antes de que se inaugurara el Gijón, incluso el barrio, ya estaba allí Eusebio García Luengo, hombre feo, con sólida fama de bueno y de sabio, cimentada en el hecho de que apenas hablaba, o lo hacía tan bajito que no se le entendía. Otro común denominador: el rechazo total hacia el régimen. Parece mentira que hubiera podido resistir 40 años. Y la reiterada mención de que pasábamos hambre canina y reservábamos nuestras pocas energías en darnos sablazos mutuamente, lo que no era del todo incierto. Hay escenas imborrables, como el largo idilio mantenido en aquellos asientos de pana roja entre María Dolores Pradera y Fernando Fernán-Gómez, ella como un lirio recostado en el flaco y quijotesco torso del que iba para gran hombre como un cohete. Poco se ha renovado la entonces nutrida representación de pintores, desde Pancho Cossío a Andrés Conejo, Pedro Bueno y cuantos, alguna vez, hubieran querido cambiar el pincel por la pluma y enhebrar un buen soneto, algo que allí hacía cualquiera menos yo; los pocos versos que he escrito son malos y me costaba un riñón empalmarlos.

Me ha fascinado la estupenda portada del libro: la taza de café solo, en cuyo platillo descansa un bolígrafo, desenfundado como un sable. Y detrás, los reconozco a todos: de izquierda a derecha, Pedro de Lorenzo, Ramón de García Sol, Gerardo Diego, Jesús Revuelta, Jesús Juan Garcés, Rafael Romero Moliner, Manolo Pilares, José Luis Nogueira y José García Nieto. Cada uno escribió algún renglón importante, que no es poco. Todos bien trajeados, encorbatados y nutridos, campeones de la octava real, el verso blanco y el toscano vaivén del endecasílabo.

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Libro apasionante, el de Marcos Ordóñez, ramillete de verdades variadas, con una dosis de autenticidad alta y poco frecuente. Parte de la historia de un café como, en su época, no hubo otro igual.

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