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Reportaje:Paisajes electorales | CASCANTE | Elecciones 27M

El abrazo pendiente

La integración de los inmigrantes avanza pese a las actitudes reticentes

Es la hora del recreo en el colegio público de Cascante (Navarra). Ante la verja de entrada al recinto escolar, una figura femenina envuelta en una túnica y un velo llama a gritos a uno de los niños que juegan en el patio formando una alborozada montonera de cuerpos y gritos. La mujer lleva el rostro y las manos pintados con los llamativos tatuajes rojizos de henna (alheña). Cuando el escolar se deshace del grupo de compañeros y llega hasta la verja, su madre pasa sus manos rojas a través de los barrotes y le acaricia amorosamente la cara, mientras musita palabras que se adivinan muy dulces. Esta madre no participa en la asociación de padres que, entre otras actividades, financia con sus cuotas el almuerzo de todos los escolares. Esta mujer no se mezclará con las otras madres cuando acuda a recoger a su niño.

"Damos facilidades a los niños pero no logramos atraer a los padres", advierte una profesora

Situado a nueve kilómetros de Tudela y con poco más de 4.000 almas, Cascante es un municipio próspero que, al igual que el resto de la Ribera navarra, se ha revitalizado demográficamente en los últimos años, gracias a la inmigración, preferentemente ecuatoriana, marroquí y lituana. Sin conflictos que merezcan tan nombre y una tasa de inmigración estabilizada del 10%, similar a la media española, el pueblo puede dar la medida de la integración real alcanzada, habida cuenta de que la convivencia vecinal resulta prácticamente forzosa en las poblaciones pequeñas.

Se diría que las cosas marchan razonablemente bien en Cascante: hay solidaridad y buena disposición institucional; no ha habido enfrentamientos o disputas declaradas -lo que no es poco-, y existen servicios e iniciativas que promueven las gentes generosas. Y, sin embargo, es como si las buenas intenciones no terminaran de cuajar, como si las diferencias culturales y económicas abonaran permanentemente una brecha de desconfianza que no termina de cerrarse. Lo resume la alcaldesa, Ángeles Ochoa, de Unión del Pueblo Navarro (UPN): "La gente les ha acogido bien, pero creo que ni se alegra de su presencia, ni se deja de alegrar". Y eso que casi todo el mundo agradece que las chicas latinoamericanas se ocupen de los enfermos y de los ancianos, que muchos reconocen el esfuerzo laboral de los recién llegados, que casi nunca cogen una baja.

Al igual que en cualquier otro municipio español con población inmigrante, el colegio es en Cascante el provechoso campo de pruebas en el que se están forjando las relaciones futuras. Los profesores parecen empeñados en la tarea de la integración, pero el mundo autónomo escolar no es impermeable a los prejuicios que anidan en los hogares y en la calle. "A veces, oímos a los chavales decir cosas terribles que, obviamente, sólo han podido captar fuera", indica Begoña Díaz, la directora de este centro que escolariza a niños de edades comprendidas entre los tres y los 12 años. "No te fíes de ésos", "no vayas con ése", son algunas de las consignas que han asaltado la verja del recinto escolar.

De hecho, a sus 26 años de experiencia docente, Begoña Díaz se declara frustrada, en gran medida, por los resultados cosechados durante estos años. "No se está produciendo una verdadera integración. El trabajo que hacemos en la escuela nos lo arruinan algunos padres en sus casas y, además, estamos viendo chicos que cumplen 12 años sin haber modificado su actitud y sus pautas de comportamiento", indica. La directora del colegio de Cascante se queja de los padres que contagian la xenofobia a sus hijos y también de los inmigrantes que no se interesan por la vida de la escuela, ni corrigen el comportamiento de sus hijos.

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"Ponemos todo de nuestra parte. Si hacemos una celebración, eliminamos todo lo que tenga cerdo para que puedan venir los magrebíes; permitimos el velo, les pagamos los viajes y les conseguimos la ropa de esquí para que ningún niño se quede fuera de las excursiones; les damos las becas de comedor, los libros y hasta la bata del colegio, pero salvo excepciones, no conseguimos atraer a los padres", afirma Begoña Díaz. "Hacen vida aparte, creo que muchos no quieren integrarse, que piensan que están de paso y que terminarán yéndose", comenta.

La pobreza es, en sí misma, una frontera difícil de salvar. Como no tienen ordenador en casa, buena parte de los hijos de inmigrantes, el 22% de la población escolar, no pueden hacer determinados deberes. Pocos corresponden a las invitaciones de cumpleaños, seguramente porque viven en pisos que comparten varias familias y no quieren mostrar a sus compañeros de colegio la penuria en la que viven.

Sin dramatismo alguno, los inmigrantes ecuatorianos Carmen de Aguirre, Eude Rojas y Carlos Morales dan cuenta del rechazo sufrido en mayor o menor grado por sus hijos en la escuela. "Mi hija mayor tuvo que abandonar el curso por el acoso a que la sometieron", indica Carmen de Aguirre. Catequista en la parroquia de Cascante y con estudios de secretaria ejecutiva, trabaja ahora para que a su pequeño, que ha empezado a aprender euskara, no le hagan la vida imposible. "Lo de la integración va muy lento. Nuestra esperanza son los niños nacidos aquí", subraya Begoña Díaz.

La marroquí Salima Bernamy comparte la idea de que tener o no tener hijos nacidos en España determina, en gran medida, las actitudes de la inmigración. Por su dominio de las lenguas árabe y española, Salima, embarazada de 4 meses y madre de dos niños españoles, hace de intérprete con la comunidad árabe. "Les digo que lo normal es que terminen quedándose a vivir para siempre en España, que tienen que empezar a integrarse y que lo primero de todo es aprender español".

No es tarea fácil. La llegada de dos jóvenes del Este a los cursos para adultos que organiza el Ayuntamiento motivó el abandono en bloque de las chicas marroquíes, que por lo general viven recluidas en sus casas y ocupadas en coser alpargatas de cáñamo. Aunque han encontrado una segunda oportunidad en los cursos que imparten las monjas de María Inmaculada -suyas son iniciativas como la jornada dedicada a la igualdad entre hombre y mujer-, el nivel de conocimiento de la lengua española entre las mujeres del Magreb es muy bajo, y es que casi no tienen contactos fuera de su comunidad.

Precisamente, la imagen que mejor refleja en Cascante la distancia entre autóctonos e inmigrantes la aportan estas mujeres magrebíes tocadas con el velo y que en los raros momentos en que se dejan ver por las calles caminan siempre solas o del brazo de una compatriota. Salima dice que está cansada de que algunos miembros de su comunidad la miren mal por insistir en la integración. El hecho de que vista como las españolas no le facilita las cosas a esta mujer que, en contraste con la mayoría de sus paisanas, analfabetas procedentes del medio rural, posee estudios superiores y la voluntad de permanecer en España.

Al igual que el resto de los inmigrantes consultados para este reportaje, Salima está convencida de que no hay un problema de racismo, sino sólo prejuicios, equívocos, falta de interrelación. Aunque el cansancio parece estar haciendo mella en quienes empujan por la integración, no parece haber mejor fórmula que seguir ensanchando los caminos de encuentro.

Es una buena inversión de cara el futuro porque, como dice Eude Rojas, 40 años, 3 hijos, "uno termina haciéndose del país en el que se siente a gusto". Si los cascantinos autóctonos han aprendido a mirar a los inmigrantes con mayor naturalidad, también sus nuevos vecinos han cambiado mucho desde que llegaron a España. Lo que falta es dar nuevos pasos, salvar la distancia para que el abrazo se cierre.

Inmigrantes magrebíes, en el mercadillo de Cascante (Navarra).
Inmigrantes magrebíes, en el mercadillo de Cascante (Navarra).JESÚS URIARTE

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