Elogio del pasodoble
En los viejos carteles y en muchos nuevos se dice que una afamada banda de música amenizará el desarrollo de la lidia, lo que da por supuesto que ésta habrá de ser aburrida y por ende aconsejable su aligeramiento merced a la solfa. Curiosamente, los públicos de plazas no demasiado serias piden la música en cuanto el diestro da un par de trapazos con cierto aseo, es decir, cuando según su sentido de la fiesta empiezan a divertirse. Y en Madrid nadie en su sano juicio pide música a no ser que quiera ser señalado con el dedo como ignorante e incluido en el libro venteño de los réprobos. Eso en lo que toca, por así decir, a la funcionalidad de la música taurina, a su uso en la plaza cuando éste no se reduce a los toques correspondientes de clarines y timbales.
Sin embargo, la mayoría de esta música que llamamos taurina -aunque no lo sea en su primera intención- no nació para convertirse en vicaria de la diversión sino con la nobilísima pretensión de hacerse popular sin dejar de ser valiosa por sí misma. Esta música es, casi por definición, el pasodoble y, dentro de él, la subespecie del pasodoble torero, composición así llamada por uno de dos motivos que suelen coincidir a veces: estar dedicado a un diestro triunfante o llevar en su sangre rítmica eso que llamamos rumbo.
Gallito, de Santiago Lope, sería un ejemplo perfecto de lo primero y es una muestra de la quintaesencia del género a la que se ha sumado El Gato Montés, de Penella, que viene de la ópera del mismo título -en la zarzuela hay muchos-, hace alusión también a un torero, aunque sea de ficción, y es de una eficacia casi semejante. Viva el rumbo -ese término intraducible, como tronío o duende-, de Cleto Zabala, o España cañí -otra palabra incapaz de viajar-, de Pascual Marquina, de lo segundo. Aunque el mejor pasodoble de todos, Suspiros de España, de Antonio Álvarez, resulte no ser torero y el rumbo se transforme en él en una suerte de nostalgia que no suele molestar ni siquiera a los que, antes de escucharlo, se sentían más cosmopolitas y, desde luego, mucho menos sensibles de lo que pensaban.
Es como lo que pasa con Madama Butterfly. Siempre se han escrito pasodobles de homenaje a los toreros pero ninguno como Gallito, ni siquiera Domingo Ortega y, ni de lejos, Manolete. También es verdad que ya poca gente con solvencia creadora se dedica al género y que los toreros inspiran poco -Carmelo Bernaola, sin embargo, escribió Paco Molero-. Si acaso, Esplá -que con esas patillas se parece de lejos a Rafael El Gallo-, porque José Tomás es demasiado serio para eso.
El pasodoble es, pues, la esencia de la música taurina y si lo escuchamos sin aprioris hallaremos en sus muestras más altas una invención natural y una elaboración de la simplicidad de su propuesta que lo llevan sin desdoro a la categoría estética del mejor vals vienés. Viven en las antípodas pero comparten frescura. Lástima que a veces nos cueste tanto mirarnos a nosotros mismos y asumir nuestra realidad, no siempre tan trágica -y eso que uno tiende a creer cada vez menos en los invariantes castizos-, mientras al vals lo vemos como una muestra de civilizada diversión.
No habría que olvidar, por eso, que los toros tienen también su música, por así decir, culta. No demasiada, es cierto. Carmen, de Bizet, claro, pero el toreador aquel está sumergido en un drama que no es el suyo. Ahí hay que quedarse con La oración del torero, de Joaquín Turina, un músico a veces un poco como de estampa coloreada, pero que cuando da en el clavo -y aquí le acierta de pleno- puede ser muy bueno.
La obra narra lo que su título dice con sutileza, con emoción y sin moscas. Ni a Albéniz ni a Falla les tentaron los toros. A Debussy y a Ravel les gustaba España. Imaginemos que Ravel hubiera incluido en su Rapsodia española un fragmento denominado 'La corrida' o Debussy en sus Preludios uno titulado, qué sé yo, 'Paseíllo'. Estarían ahora los toros en todas las salas de conciertos. Pero eran de otro mundo.
Así pues, habrá que conformarse con este nuestro, más pequeño, y cuyas muestras mejores -las dichas más Amparito Roca, La gracia de Dios y su uso de la teología para menesteres menores, Puenteareas y su intento de mestizaje folclórico- sobrevivirán a esta fiesta que cada día está peor, todo un anacronismo que ni siquiera aquellos a quienes nos gustó toda la vida somos capaces ya de defender con un mínimo de convicción. Aburridos estamos.
Babelia
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