La canción del silencio
"La política exterior de nuestro país no es ni de derechas ni de izquierdas. Defiende los intereses de Francia en un mundo que se reinventa cada día". Lo escribe Bernard Kouchner en Por qué he aceptado, un artículo publicado en Le Monde en que intenta explicar a los suyos -la gente de izquierdas ("siempre he sido un militante de la izquierda abierta")- su aceptación del cargo de ministro de Asuntos Exteriores y Europeos en el primer gobierno Sarkozy. Participar o no participar en la guerra de Irak junto a los americanos, no sé si es de derechas o de izquierdas, porque había mucha gente de derechas (empezando por Chirac) que estaba en contra de la guerra y algunos, pocos, de izquierdas (por ejemplo, Kouchner) que estaban a favor, pero sí sé que no es lo mismo. Ir a la guerra es una decisión incompatible con no ir a la guerra y viceversa. No hay, por tanto, una sola política extranjera posible, porque no hay una sola manera de entender los intereses de Francia, como no hay una sola manera de entender cualquier conflicto de carácter político. Y esta confrontación de posiciones es indispensable a la democracia. Sin ella, sin dos campos que se disputan el poder, sin Gobierno y oposición, no hay democracia posible. La defensa del interés general no puede utilizarse como coartada para disimular el conflicto de intereses, porque el interés general surge precisamente a partir de la confrontación de posiciones diversas.
La izquierda está atrapada en un cierto miedo a defender sus valores. En vez de apostar por la reinvención de la idea de progreso, asume el discurso del autoritarismo y las baratijas ideológicas de la pérdida de valores y del discurso del miedo
La política de apertura de la que Sarkozy ha hecho bandera en el arranque de su presidencia puede leerse de dos maneras: como un hecho de coyuntura política o como una decisión que pretende plantear cuestiones de fondo, entre otras el sentido de la oposición derecha-izquierda. Me recuerda a Giscard d'Estaing en el 74. Giscard, como Sarkozy, era un candidato outsider en la derecha, que para ganar las elecciones tuvo que imponerse previamente -con la ayuda de la traición de Chirac- al candidato heredero del gaullismo, Chaban Delmas. Su victoria sobre Mitterrand fue por un margen muy corto, un punto y medio, y quiso demostrar su capacidad de integración formando un Gobierno en el que la periodista François Giroud jugaba el papel que Bernard Kouchner juega en éste. Aquella primavera duró poco y la presidencia Giscard ha quedado para siempre como una promesa inacabada. En España, hemos tenido algunos ejemplos de estos gestos oportunistas que casi siempre acaban mal. El más ruidoso, sin duda, el caso Garzón. Felipe González le fichó para salvar las elecciones del 93. Las salvó y después se produjo un choque de egos que acabó en explosión atómica. Para suerte de Sarkozy, Kouchner no es juez, o sea, que los riesgos son más limitados. En cualquier caso, la lección del caso Garzón fue tan clara que cuando se formó el primer tripartito desde la dirección del PSC le llegó a Maragall una consigna innegociable: ni Garzones ni Semprunes en el Gobierno.
Podría ser, por tanto, que Nicolas Sarkozy, si consigue la mayoría absoluta en las legislativas del próximo mes, con el objetivo cumplido, se olvide de la apertura, todo vuelva a su cauce natural y dentro de unos años el paso de Kouchner por el ejecutivo francés sea una pura anécdota. Pero a mí me parece interesante contemplarlo desde otra perspectiva: la voluntad de poner en duda la pervivencia de un conflicto entre derecha e izquierda.
Como denunció con éxito Giscard d'Estaing en su momento, la izquierda ha creído tener el monopolio del corazón y la derecha lo ha vivido con cierto complejo, hasta el punto de que, aún hoy, a menudo parece como si la derecha tuviera vergüenza de serlo. Por eso, desde la derecha se repite tan a menudo que la distinción izquierda-derecha no tiene sentido. Que en España la derecha quisiera esconderse podría entenderse por el lastre del franquismo que, inevitablemente, lleva en la mochila, pero en Francia hay pocas razones para que la derecha viva acomplejada. Al fin y al cabo, el colaboracionismo fue una enfermedad bastante transversalmente extendida y, en cambio, en la resistencia la derecha tiene sus galones como la izquierda. Y, sin embargo, la campaña de Sarkozy ha estado centrada en buena parte en reivindicar para la derecha un patrimonio moral y echarle en cara a la izquierda haberlo dilapidado.
La fantasía de todo gobernante cuando llega al poder es acapararlo todo. Pero ésta es una fantasía antidemocrática y uno de los objetivos de este complejo artefacto llamado democracia es evitar que esto ocurra. Entre nosotros tenemos a los nacionalistas, para los que esta fantasía es estructural: ellos se pretenden los únicos representantes de la verdad de la patria, con lo cual quieren hacernos creer que están por encima de cualquier contradicción terrenal, las que corresponden a los elementales conflictos sociales de interés. La democracia es incompatible con proyectos de movimiento nacional.
Sarkozy se ha apuntado un éxito importante seduciendo a Kouchner y a Martin Hirsch, ex presidente de Emaus, del que se habla menos, y son estos dos personajes, no el presidente, los que tienen que asumir su pirueta. Kouchner dice "que le juzguemos sobre los resultados" y que le avisamos "si le pillamos en flagrante delito de renuncia". Lo haremos. Pero a la izquierda corresponde demostrar el sentido de la confrontación, la necesidad de una dialéctica permanente entre Gobierno y oposición sin la cual la democracia, por lo menos como la hemos entendido hasta ahora, no existe. Y los cantos de sirena de la derecha a menudo adormecen a la izquierda.
En España hemos tenido la suerte de que Aznar quitó los complejos a la derecha y se convirtió a la revolución conservadora liderada por George Bush. A la izquierda le fue así muy fácil adquirir conciencia de sí misma. Y así renació en la calle como en las urnas. Es el poder el que ahora la está atrapando demasiado.
Pero el debate sobre el sentido de la derecha y la izquierda, por encima de todo, lo que demuestra es la dificultad de la izquierda de engarzar un proyecto en el actual estadio del proceso de globalización. La izquierda está atrapada en un cierto miedo a defender sus valores. En vez de apostar por la radicalidad democrática, por la reinvención de la idea de progreso, por la defensa de la dignidad de los ciudadanos y por la lucha contra la humillación permanente de éstos, asume con mala conciencia el discurso del autoritarismo y del orden, y las baratijas ideológicas de la pérdida de valores y del discurso del miedo. Y sus campañas, como sus discursos, se hacen planas y temerosas, tratando de pasar de puntillas sobre todo lo que es delicado. Hasta llegar, a veces, a hacer del silencio virtud. Es más difícil tener un discurso propio sobre fiscalidad, seguridad, inmigración o vivienda, pongamos por caso, que ponerse en la ola de la corrección política conservadora. Pero, a la larga, esto se paga: la ciudadanía acaba inclinándose por el original cuando ve que lo otro sólo es copia. La izquierda española y catalana le lleva ventaja a la izquierda francesa: ya ha asumido el paradigma liberal. Pero éste tiene más de una interpretación. Y la izquierda tiene que hacer urgentemente la suya. Reinventarse a fondo. De lo contrario morirá en silencio.
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