La ciudad, el barco de todos
En el flanco izquierdo del Palacio Real, sobre los jardines Sabatini, sin que alcalde alguno tenga arte ni parte, acontece cada atardecer el más extraordinario espectáculo que los ciudadanos de Madrid pueden gratuitamente contemplar: la puesta de sol.
Allí estaba yo. De pronto, me abordó por la espalda un individuo con ínfulas de Diablo Cojuelo y micro de la Cope.
- ¿Qué haría usted si fuera alcalde de la ciudad?- preguntó.
Supuse que se trataba de alguna aviesa encuesta para aderezar, si no emponzoñar, la disputa electoral, y no respondí. Pero, cuando me quedé de nuevo a solas y el cielo se oscureció, volvió el interfecto, empuñando esta vez un micro de Telemadrid. Entonces le dije que, en primer lugar, para mí, los alcaldes no deberían tener partido ni religión. Deberían navegar bajo bandera pirata y hacer de la ciudad el barco de todos. Ignoro si captó la indirecta. El caso es que reiteró la pregunta.
- ¿Qué haría usted si fuera alcalde de la ciudad?
- Si yo fuera alcalde de una ciudad como Madrid- dije-, lo primero que haría es dimitir para no alterar con mis humos y ruidos las puestas de sol.
- ¿Y si su dimisión no fuera aceptada?- insistió.
- En ese caso, procuraría dejar una herencia enrevesada a mi sucesor- dejé caer a modo de malévola amenaza.
- ¿Por ejemplo?- indagó melifluo.
- Por ejemplo, plantaría árboles en las zanjas y agujeros y daría así definitivamente al traste con el tráfico rodado. Todos seríamos saludables peatones por prescripción municipal y eso reduciría las listas de espera en los hospitales y ambulatorios, entre otros beneficiosos efectos que no enumero para no correr el riesgo de ser elegido.
- ¿Eso es todo?- inquirió decepcionado.
- No- repliqué- También confiaría a los sin techo la tarea de recaudar impuestos, contribuyendo a reducir el paro y a poner en evidencia la naturaleza mendicante de todo Ayuntamiento. Por otra parte, para que centenares de vecinos desesperados consigan recuperar el shakesperiano sueño de una noche de verano confinaría a los practicantes del botellón en los túneles de Gallardón, con ducha colectiva incluida.
Esta última alusión no debió de entenderla, y lo de la cita shakesperiana tampoco, porque optó por escurrir el bulto, Bailén abajo y sin pisarse la cola, hasta perderse renqueante en la noche madrileña, repentinamente surcada por tres rugientes aviones que dejaron tras de sí sucias y blanquecinas estelas. Si yo fuera alcalde, declararía el cielo zona peatonal.
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