¿Qué sabemos de China?
A ESTE LADO de la muralla, concretamente en territorio francés, han acampado dos generales. Uno lleva los colores del antiguo dominio unificado, el blanco; el otro, el de la ira y la sospecha, el rojo. El primero se llama François Jullien y es autor conocido en España por sus numerosas obras sobre pensamiento chino. El segundo se llama Jean-François Billeter; se le conoce por unas esclarecedoras lecciones sobre Chuang-tsé. En realidad el general blanco es un terrateniente. Hasta ahora había administrado sus posesiones gracias a los valores seguros de una tradición a la que nunca, ni él ni sus seguidores, habían cuestionado. Hasta que el general rojo...
¿Qué es lo que tanto le molesta al general rojo? Le molesta que se siga propagando un mito -el de la inconmensurabilidad del pensamiento chino frente al occidental- que obstaculiza la comprensión no sólo de los textos sino de la cultura china. Le molesta que autores que, por la influencia de la que gozan sus obras, tienen como Jullien una responsabilidad actúen acríticamente transmitiendo, sin revisarlas, ideas que fueron útiles a algunos en determinados momentos de la historia. Le molesta que, para reforzar el mito, se realicen traducciones que resultan incomprensibles pudiendo no serlo.
A propósito de la polémica sobre el mito de que el pensamiento chino es inconmensurable, lo cual impide su comprensión
En el siglo II antes de Cristo, los chinos iniciaron la edificación de una portentosa muralla defensiva. La muralla estaba destinada a salvaguardar un imperio. En su interior, el gobierno de los Han erigió otra muralla, invisible pero igualmente eficaz, una impresionante construcción estratégica (administrativa, militar e institucional) que dotaría de cohesión al imperio durante más de veinte siglos. Crearon un orden social altamente jerarquizado; el emperador, en la cúspide, era la unidad que mantenía el intrincado sistema de relaciones (no de personas) que lo articulaba. La ideología, antes que religiosa o sapiencial, se ideó, pues, como estrategia política. Fueron fundamentos culturales conscientemente urdidos con fines políticos, y que sólo con el tiempo se convertirían en religiosos. Los Letrados, hombres de Estado al servicio del emperador, elaboraron un corpus canónico, atribuido a Confucio y esto fue lo que los misioneros jesuitas transmitieron a Europa. Lo transmitieron, según entiende Billeter, a la inversa, tal como quisieron los Letrados que se entendiese: el orden universal estaba dado y el orden del Estado era su reflejo. Pero no era tal: lo primero fue el poder; luego, la ideología. Pero ¿acaso no es siempre así?
Billeter acusa a quienes propagaron el mito de la radical diferencia del pensamiento chino con respecto del europeo de haber seleccionado los elementos favorables a esta idea dejando de lado las analogías y los puntos de encuentro que hubiesen creado vías de acceso para la comprensión de un lector occidental. Según el sinólogo, que da por sentada la unidad de la experiencia humana, estos puntos de encuentro son innumerables. Sería más fácil, por ejemplo, si a la multifacética palabra tao, en vez de dejarla sin traducir o traducirla por un único término (proceso, vía) que la idealiza y la reduce a concepto metafísico, se la tradujera en cada caso de acuerdo con el contexto de la frase. "Técnica", "funcionamiento de las cosas", "acción", "naturaleza de las cosas" o "realidad" son unas cuantas de las acepciones que facilitarían la lectura de estos textos a los que, poniéndolos todos en un mismo saco, denominamos "taoístas". Así, la famosa frase del Lao-tsé, de traducirse tao por "realidad", daría: La realidad de la que puede hablarse no es la realidad permanente. Y no es que el chino sea más polisémico que los idiomas europeos: palabras como "tiempo", "materia", "naturaleza", dependen igualmente del contexto de la frase.
Sí, pero ¿acaso no están nuestros conceptos cargados de lastre histórico-cultural? ¿Acaso la palabra "realidad", precisamente por sus diferentes acepciones, no puede, al traducir el concepto chino, inducirnos a más error? ¿Acaso el general rojo (y no quisiera con ello dar a entender que tomo la defensa del general blanco) olvida que nuestros conceptos han sido forjados igualmente, a lo largo de los años, por instituciones que distaban mucho de poder alardear de una neutralidad ideológica?
De sabios es rectificar, por supuesto, y considero fructífera mi lectura de Billeter al respecto. Pero, finalmente, optaría por sugerir una solución intermedia: añadir siempre entre paréntesis el vocablo polisémico brindando así al lector la posibilidad de un doble movimiento: neutralizar la palabra conocida en su idioma y ensanchar el nuevo ámbito de la palabra ajena. Porque, a las palabras, hay que dejarlas crecer y, para ello, hay que proporcionarles espacios. El encuentro de las culturas se forja en esos espacios intermedios, no en los que cada uno hereda de sus antepasados.
Jean-François Billeter. Cuatro lecturas sobre Zhuangzi. Siruela. Barcelona, 2003. 192 páginas. 11,50 euros. Chine trois fois muette. Éditions Allia. París, 2000 y 2006. 143 páginas. 6,10 euros. Contre François Jullien. Éditions Allia. París, 2006. 122 páginas. 6,10 euros. Études sur Tchuang-tseu. Éditions Allia. París, 2006. 152 páginas. 6,10 euros.
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