De Blair a 'blur'
El producto que mejor ha vendido durante sus 10 años de mandato el primer ministro británico, Tony Blair, ha sido la novedad aliada a la juventud. A los 40 años recién cumplidos alcanzaba la dirección del partido laborista, con una propuesta en la que la renovación constituía un fin ideológico en sí mismo, y su consecuencia era el desmantelamiento del viejo socialismo. En 1997 Blair obtenía el mayor triunfo electoral jamás soñado por un partido que rebautizaba como New Labour, porque la novedad comenzaba por la propia palabra, para repetir la hazaña otras dos veces, aunque en proporciones humanas, hasta instalar al laborismo como partido natural de Gobierno en Reino Unido. En el curso de esa operación había inventado -de nuevo, la palabra- una tercera vía, pero mucho más próxima a la primera que a la segunda, a la manera de un liberalismo generoso y compasivo, por lo que, quizá, habría sido más preciso llamarla primera bis.
En la corta distancia, el premier británico es húmedo, relajante, esponjoso; no cuenta chistes, sino que resulta naturalmente acogedor; pero todo ello se convierte a la distancia del mitin, de la oración parlamentaria, de la alocución decisiva, en volúmenes suficientes de trascendencia y dramatismo como para que disipen esa sensación de amigo-de-todo-el-mundo que de entrada proyecta. ¿Pero qué ha traído, en definitiva, de nuevo el decenio de Blair?
Una aceptable devolución de poder, o autonomía, en beneficio de las dos comunidades menores de la gran isla británica: Gales, que no quería tanto, y Escocia, que aspira a mucho más; un embrión de reforma de los Lores que le tiene bastante sin cuidado a todo el mundo menos a los interesados; nulo progreso en el frente de la Unión Europea, aunque la insularidad haya hablado con mejores modos; un grandioso éxito como es la paz en Irlanda del Norte, para lo que Blair supo hacer las cuentas de la realidad: el IRA se había, por fin, convencido de que no podía ganar la guerra y el primer ministro se las ingenió para enmascarar esa conclusión hasta llevar con pulso y porfía el terror a su jubilación, como no había podido, en cambio, hacerlo su antecesor, el conservador John Major, básicamente, porque había llegado antes de que esas cuentas cuadraran; deja, también, un élan (impulso) de progreso económico notable, pero de riqueza tan mal distribuida como en tiempos de la señora Margaret Thatcher, junto a unos servicios públicos que desde entonces sólo han mejorado marginalmente.
Y, de colofón, un gravísimo error como es la invasión de Irak; en cierto modo, pifia aún mayor que la del presidente Bush, porque Reino Unido, a diferencia de Estados Unidos, no tenía cuentas pendientes con Sadam Hussein, ni, sobre todo, los expertos podían ignorar qué clase de atolladero constituía Irak para cualquier ocupante. Blair tenía que saber que durante la dominación británica -de 1920 hasta la II Guerra- cada miércoles y viernes estallaba una rebelión, al menos tribal, en algún rincón del país.
Pero su mayor característica, también gran novedad, fue el top-spin, o la capacidad de buscar un efecto, como el de la bola en el tenis, con el que supo vender durante mucho tiempo su mercancía política. Sus detractores, entre los que están los que echan de menos el antiguo Labour, tan poco elegible, tan antifranquista para parecer de izquierdas, tan entrañable por su vocabulario de minero colérico o, simplemente, los que piensan que de la socialdemocracia cabe esperar más, han sido brutalmente cáusticos en la fabricación de motes. Así, Tony Blair ha sido Tony Blur, el borroso, cuando se pasaba de spin en la prestidigitación; o Tony Bliar, el mentiroso, cuando consentía, a sabiendas o no, la manipulación de la información sobre la inexistencia de las armas de destrucción masiva.
Y todo ¿para qué? Para tratar de reeditar una jugada que con la mayor destreza había practicado en los años sesenta el premier tory, Harold MacMillan, el que sostenía que Reino Unido debía ser el griego, el asesor, del nuevo imperio romano, que eran los Estados Unidos. Y, así, Blair pudo acostarse creyendo que como griego de Bush tendría mucho que decir en Washington, para levantarse al día siguiente como el criado que le pasea el poodle al señor de la Casa Blanca. De Gaulle solía decir les anglosaxons...
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