El toro que vivió dos veces
Uno de esos amigos impertinentes que saben leer el pensamiento me preguntó si, como él, yo aceptaba cada vez peor la muerte del toro en la plaza.
-Puede que sí, pero tengo una coartada. Se llama Espiguito -le contesté.
Espiguito fue uno de los seis novillos que Pedro Capea apartó en 1989 para el Festival de las Hermanitas, un clásico entre los acontecimientos taurinos de Salamanca. Aunque el nuevo ganadero, que conocía como nadie la retranca de algunos viejos colegas de la ciudad, se esmeró como siempre al seleccionar la corrida, Espiguito no era en absoluto el modelo que tenía en sus planes. Quería dar con un toro bajo y hondo, construido en línea ascendente desde el punto más bajo, la testuz, hasta el más alto, la penca del rabo. Según sus cálculos debería tener una caja con capacidad para seiscientos kilos, cuyo cuarto delantero, largo y voluminoso, pudiera descolgarse fácilmente hasta los vuelos de la muleta. En realidad, estaba empeñado en alcanzar la utopía de un toro nacido para embestir; el ideal del toro humillado desde la cuna.
Pero Espiguito se había salido del molde que Pedro había guardado en el disco duro del ordenador. Aunque tenía un lejano parecido al semental Montecillo, un tótem viviente que se replicaba una y otra vez en sus hijos, nietos y biznietos, aquel utrero estaba montado arriba y ya empezaba a aleonarse. Cuando erguía la cabeza y miraba desde su campanario era imposible verle el hoyo de las agujas. No obstante, Pedro le tenía mucha fe a Espiguita, su madre, así que finalmente decidió meterlo en la manga y encajonarlo. Lo lidiaría José Ortega Cano.
En aquel momento José pasaba por un estado de iluminación. Ya llevaba en el cuerpo algunas cornadas de hospital, pero aún no tenía las cicatrices que le cambiarían para siempre el mapa del reúma. Más que interpretar el comportamiento de los toros como Espartaco, Manzanares o el propio Capea, él hacía la vida del explorador: salía a la plaza y probaba suerte. Si el toro le convencía, se asentaba, se acoplaba y componía sin prisas una faena creciente, organizada de menos a más, con un final casi místico.
Ceremonioso, como de costumbre, se vistió de corto, besó las estampas, subió al coche con la cuadrilla y enfiló hacia la Glorieta.
Fiel al estilo del encaste, Espiguito salió abanto: en el alboroto de la espantada repasó las troneras de los burladeros, los tendidos y el bando de vencejos que alterna con las moscas de la feria. De repente se detuvo y fijó la vista en el capote de Ortega Cano. Como todos los murubes de ley, hinchó la pelota del morrillo, se arrancó muy recto, galopó desde el primer tranco y desde entonces no paró de embestir. Venía de largo, metía la cabeza abajo, remataba lejos, sin hacer ni un solo extraño, y levantaba poco a poco el murmullo redondo de los días especiales.
Luego, en los preparativos del último tercio, Ortega se quitó el sombrero cordobés, buscó en el callejón y se dirigió al burladero que ocupábamos Paco Cepero, Alejo García y yo mismo. Y, qué apuro, nos brindó la muerte de Espiguito. La muerte, nada menos.
Mientras Ortega Cano crecía y se entregaba, Espiguito parecía disfrutar de aquel forcejeo interminable. Ortega lo llamaba con un grito hueco y él venía a la voz, sin descomponer el galope ni permitirse dudas ni tornillazos. Después de ochenta arrancadas, todos embestíamos con él: íbamos a la voz, humillábamos sin complejos, rematábamos en la cadera, inflamábamos el aire con nuestros bufidos y nos cuadrábamos para la siguiente serie.
A continuación los acontecimientos se precipitaron: en un soplo de lucidez conseguimos recuperar la distancia de espectadores, miramos al palco presidencial, discutimos, parlamentamos, tomamos la iniciativa y decidimos pedir el indulto, y por fin, ufff, el presidente lo concedió, y Ortega simuló una estocada, en la suerte de recibir, por supuesto, y una hora más tarde, con los bueyes desesperados y media plaza en una pura lágrima, Espiguito se marchó como sabía. Embistiendo.
Pedro Capea lo devolvió a su casa, la finca de Espino. Allí, el veterinario inició un complicado tratamiento: drenó, combinó antibióticos y vigiló sin descanso a la moscarda que pone los huevos en la herida.
Pasados unos meses, le pregunté a Pedro por él como se pregunta por el niño interno. Se había recuperado, así que decidí ir a verlo.
Como era de esperar, Espiguito no tenía un pelo de tonto: para evitarle sofocos, el mayoral lo había separado de la manada, y en la confusión, el toro, ya cuatreño, se había emparejado con una vaca lechera. Era una cuarta más alta que él y tenía una lustrosa capa bicolor. Me quedé embobado ante la extraña pareja.
-¿En qué estás pensando?-me preguntó Pedro.
-En el incauto que se atreva a ordeñar el resultado de este idilio -le contesté.
Espiguito y su vaca de pasarela no nos prestaron atención. Volvieron grupas y desaparecieron tras una mancha de encinas.
Nunca más pregunté por él.
Julio César Iglesias es periodista.
Babelia
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