_
_
_
_
Elecciones 27M
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Corrupción

Enrique Gil Calvo

La música de fondo que resuena en sordina tras la bulliciosa campaña de las elecciones municipales es la lucha contra la corrupción, que hunde sus raíces contaminantes en el suelo recalificado al servicio de la especulación inmobiliaria. Ya sé que no toda la corrupción política es de responsabilidad municipal, pues también la Administración central y las comunidades autónomas tienen evidentes responsabilidades en la materia. Pero, sin duda alguna, es en el ámbito municipal donde más facilidades institucionales se dan para que brote sobre su suelo a recalificar la mala hierba de la corrupción.

Y ello por tres razones al menos. La primera es la financiación clandestina de los partidos, presuntamente nutrida por la intermediación municipal y autonómica pero penalmente impune. La segunda es el déficit de las Haciendas locales, que sólo ingresan una octava parte de los impuestos generales (a excepción de los ayuntamientos vasconavarros, que perciben la cuarta parte de la presión fiscal). De ahí que los ediles se las ingenien para extraer dinero de cualquier lugar, y la forma más sencilla es recalificar el suelo público o rústico para reconvertirlo en suelo urbanizable: una forma perfecta de crear dinero de la nada como por arte de magia. Y la tercera razón es que la autoridad del alcalde es en la práctica discrecional, al no estar sometida a suficiente control. De ahí que tienda a extralimitarse abusando de su poder, de acuerdo a la célebre ecuación de Klitgaard, que hace a la corrupción directamente proporcional al monopolio del decisor, a la discrecionalidad de la decisión y a la irresponsabilidad del decisor.

De modo que si un alcalde se corrompe es porque puede, y si no lo hace es porque no quiere. Y en cuanto uno trinca sin que pase nada, los demás tienden a contagiarse de acuerdo al principio de emulación. Pero las facilidades institucionales para corromperse no explican que la epidemia de corrupción se haya extendido por toda España como una metástasis. Para que el contagio se produzca hace falta algo más que la licencia institucional, que constituye una condición necesaria, pero no suficiente. Y ese plus que incentiva el contagio es la existencia de un clima de impunidad tanto real como percibida. Un clima de impunidad real porque la financiación ilegal de los partidos no figura en el Código Penal, y dada la maraña legal y su consiguiente inseguridad jurídica, son muy pocas las sentencias de condena firme que logran obtenerse tras las imputaciones de corrupción. Y un clima de impunidad percibida porque la opinión pública alberga un amplio margen de fatalismo y, por tanto, de tolerancia respecto a la corrupción.

Los tratadistas como Heidenheimer distinguen tres zonas de corrupción. Existe una zona blanca tolerada tanto por las élites cualificadas como por las masas de a pie: por ejemplo, el impago del IVA. Luego hay una zona negra de corrupción clandestina para la que no hay tolerancia al ser condenada por élites y masas: ejemplo, el soborno de los jueces. Y en medio hay otra zona gris, donde no hay acuerdo entre élites y masas porque la tolerancia social es incierta, habiendo sectores más permisivos, generalmente los menos informados, y otros en cambio más intolerantes, que son los más cívicos e ilustrados. Y el que las corrupciones concretas caigan en una u otra zona depende del clima de tolerancia o rechazo creado por la opinión publicada.

El problema es que los climas de opinión están liderado por las élites dirigentes: es el magisterio de costumbres de las minorías rectoras que demandaba Ortega. Pero a diferencia de los países nórdicos, cuyas élites son intolerantes con la corrupción, en los países latinos y católicos como España sucede al revés. Entre nosotros las élites sociales incurren con impunidad en prácticas de corrupción: evasión de impuestos, doble contabilidad, lavado de dinero negro, acaparamiento de billetes de 500 euros... De ahí que su mal ejemplo se propague desde arriba, autorizando a ediles y ciudadanos a dejarse contagiar con impotente fatalismo por la impune corrupción de sus élites inciviles.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_