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Columna
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Arrugas

Observo desde hace días el ubicuo anuncio de un producto cosmético que, contraviniendo el primer mandamiento del decálogo publicitario, en vez de resaltar las virtudes del producto, arremete contra el enemigo. Las arrugas, dice, son feas y no denotan la sabiduría que supuestamente concede la experiencia.

Lo segundo puede ser verdad: el diablo no sabe más por viejo que por diablo, o no habría llegado a viejo en el pleno ejercicio de la diablura, que es un trabajo agotador.

En cambio el argumento estético es discutible, porque con los actuales hábitos alimenticios, el que a partir de una edad no tiene arrugas es porque tiene mofletes. También puede ser que se haya estirado la cara, pero esta posibilidad no puede contemplarla un producto que se anuncia como alternativa al quirófano.

La moderna antropología cultural sostiene que el prototipo universal de la belleza entre los humanos coincide con los rasgos adolescentes, por no decir infantiles, de la raza: un proceso adaptativo que estimula el instinto de protección de las crías. Si a este instinto se suma otro, el proceso adaptativo se lo pasa por el forro.

El problema está en que la evolución, como su nombre indica, evoluciona. Hoy en día nadie desea proteger al que conserva una apariencia juvenil a los 60 años, sino ser protegido por alguien que se las sabe todas y encima está forrado.

Los griegos ya incluyeron en sus esculturas rasgos de vejez para inspirar respeto. Luego los romanos, más inclinados al derecho civil que al idealismo, acuñaron el concepto de piedad filial, invirtiendo los términos para que el protegido protegiera al protector en un proceso vital que incorpora los sentimientos como parte de nuestra forma de habitar la tierra. Más tarde Rembrandt imprimió a las arrugas un contenido tan estético como emocional.

Bien es verdad que todos conservamos instintos primigenios: comer con los dedos, subir a los árboles y morder al vecino. Pero también disponemos de otros instintos, naturales o adquiridos, que nos impiden arrojar a los viejos al cubo de la basura orgánica, incluido este viejo en potencia que todas las mañanas nos saluda agriamente en el espejo del baño. Y si a alguien no le pasa lo que digo, pues tampoco le interesará la crema del anuncio.

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