Talibanistán o la frontera sin ley
La guerrilla islámica toma posiciones en el sureste de Afganistán y estrecha lazos con Al Qaeda
Le llaman Talibanistán. Un lugar fronterizo entre Afganistán y Pakistán, donde el miedo se palpa en el aire. Un feudo de la guerrilla islámica, donde el degüello, el secuestro, los combates y las emboscadas son el pan de cada día. Los afganos no dudan en culpar de sus males al vecino y apuntan el dedo acusador hacia la llamada zona tribal de Pakistán, una franja a lo largo de 600 de los 2.500 kilómetros de frontera común.
Los delincuentes venden los secuestrados a quienes pueden obtener un rédito político
"Aquí todos tienen un par de Kaláshnikov en casa", dice el interprete de una ONG
En Talibanistán se alían la furia de los rebeldes que buscan expulsar a las tropas extranjeras, con el dinero del narcotráfico que brota de los campos de amapolas opiáceas, que han convertido a Afganistán en el primer productor mundial de heroína. "Aquí no hay una persona que no tenga un par de Kaláshnikov en casa y muchos duermen pegados al arma", afirma un intérprete que trabaja con una ONG.
Las cumbres del Hindukush, a cuyos pies se extiende Talibanistán, se yerguen cubiertas de nieve. El deshielo ha abierto los pasos entre las montañas. La insurgencia ha desatado una ofensiva de primavera que pretende ser la más sangrienta de los últimos años. El miedo al secuestro se palpa entre el puñado de extranjeros que trabajan en ayuda humanitaria en Jalalabad -capital de la provincia de Nangarhar y principal ciudad del este-, que se queda desierta a las cinco de la tarde. Sin luz eléctrica, todos se encierran en casa por lo que pueda.
En la zona tribal de Pakistán habitan unos tres millones de personas. Muchos comparten tribu e incluso lazos de sangre con sus invitados afganos, lo que ha convertido esta área en un santuario para la guerrilla. Los bombardeos con que el Ejército paquistaní ha tratado de romper la alianza se le volvieron como un bumerán y el presidente Pervez Musharraf se vio obligado en septiembre a sellar la paz con las belicosas tribus waziris, lo que supuso consentir la presencia los talibanes.
"Si no fuera por las tropas extranjeras tendríamos otra vez aquí a los barbudos [los talibanes obligaban a los hombres a llevar barba]", dice Abdulá, de 22 años, quien durante el régimen talibán (1996-2001) fue encarcelado un díaun día por no haber acudido a rezar a la mezquita. Las tropas estadounidenses, que derrocaron al Gobierno talibán, se empeñaron después en luchar contra los restos de Al Qaeda y mientras bombardeaban el sureste de Afganistán, los talibanes aprendían de sus errores pasados, se reestructuraban y se rearmaban en el santuario tribal paquistaní. Los objetivos de Al Qaeda y de los talibanes fueron siempre diferentes. Los primeros pretenden la yihad internacional; los segundos, sólo quieren reconquistar Kabul, pero en estos años en que han compartido el exilio, ambas estrategias han estado en continuo contacto y los expertos temen que los talibanes más radicales se haya involucrado en la misión de Al Qaeda. La única provincia del sur que no ha sufrido el espectacular aumento de la violencia que sacude Afganistán es Nangarhar, cuyo gobernador, Gul Aga Sherzai, un antiguo muyahidin con fama de sanguinario, mantiene supuestamente un pacto secreto con los talibanes. Los rebeldes se mueven a través de la frontera de Torjam, siempre y cuando no muestren sus armas, ni ataquen la base militar estadounidense de Jalalabad, la capital provincial, ni a los integrantes del Equipo de Reconstrucción Provincial, que también son norteamericanos.
Aunque el pacto no siempre se cumple, la mayoría de los suicidas se hacen explotar en la carretera que une Jalalabad con Kabul, pero cerca de la capital. El peligro de secuestro es muy elevado, no sólo por los talibanes, sino por narcotraficantes y los delincuentes que venden después a los secuestrados a quienes pueden obtener un rédito político de ellos. Este antiguo gobernador de Kandahar, amigo íntimo de Hamid Karzai "no fue trasladado a Jalalabad [en 2004] por casualidad, sino para negociar con la insurgencia", asegura un funcionario.
Negociar no es fácil. En una sociedad todavía feudal, los talibanes no son una unidad homogénea, sino más bien distintos grupos que crecen apoyándose en su tribu o en los señores de la guerra y los comandantes locales, cansados de no ver los frutos de la reconstrucción. Un ejemplo, buena parte del país sigue sin luz eléctrica.
La impunidad con que operan las fuerzas extranjeras levanta ampollas. La ONG Human Rights Wach denunció en un informe hace dos semanas que en marzo los marines de EE UU dispararon indiscriminadamente contra la población civil y mataron a varias personas, incluidos niños y ancianos, después de que explotara una bomba, que causó un herido, al paso del convoy en que se desplazaban por Jalalabad.
A su vez, el Gobierno afgano reconoció que en 2006 murieron en los enfrentamientos entre los rebeldes y las tropas de la OTAN 4.400 personas, de las que un cuarto eran civiles.
El Gobierno de Karzai y la totalidad de los afganos consultados están convencidos de que "no existe una solución militar" y su tesis se ha abierto camino entre los diplomáticos y los militares extranjeros para llegar al mismo mando de la Alianza Atlántica, que ha decidido, entre otras medidas, acelerar la reconstrucción de Afganistán para ganarse a la población.
Estados Unidos, estrecho aliado del presidente paquistaní, general Pervez Musharraf, ha otorgado, por su parte, un paquete de ayuda para desarrollar la zona tribal de Pakistán, la más pobre del país, con un 80% de analfabetos, para intentar romper de este modo el círculo vicioso de miseria y violencia.
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