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Columna
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La Bolsa como hecatombe y fe

La Bolsa constituye el único elemento de carácter divino con influencia real sobre la Tierra. Muchos otros artefactos creados por religiones y profetas suelen ser considerados por millones de creyentes, pero el resultado no puede ser más desolador. Estos dioses se comportan demasiadas veces con un sentido común aplastante: sanan quienes se encuentran con un buen médico, empeoran quienes se ven relegados a las listas de espera. El resultado de las oposiciones, de un cortejo romántico o de una apuesta conduce fatalmente a interpretar el proceso en términos de razón. Se gana o se pierde, se acierta o se yerra de acuerdo a las leyes de la lógica o la probabilidad. No hay, por tanto, milagros o, lo que es lo mismo, inconsecuencias entre la causa y el efecto que representa esencialmente la base de toda fe.

Con la Bolsa, en cambio, la esperanza en lo arbitrario se encuentra plenamente satisfecha. Cierto que en su evolución puede introducirse la mano de grandes especuladores, pero no siempre es así. Cierto es que en las coyunturas actúan ecuaciones que vinculan unas variables econométricas a otras, pero no siempre resulta de este modo. La holgura que resta en la concatenación otorga a la Bolsa el atributo capital de todo lo divino. Es de este modo como se parece al albur de Dios. No en todo momento la Bolsa se porta de manera errática pero el que se revele así en una u otra ocasión le confiere una fuerza pavorosa

Con su indisimulada temeridad los especialistas anuncian cada año una determinada evolución de los índices pero nunca se declaran en condiciones de garantizar sus vaticinios. Puede que atinen en buena parte de los supuestos pero, no atinando al cien por cien, el tino tiembla porque así como no alcanzando al techo es irrelevante la longitud de la columna, la falta de augurio pleno da pie al arbitrio y dentro de él al comportamiento aterrador.

En China, los emperadores hacían matar a familias enteras, quemaban campos o arrasaban aldeas sin la menor justificación. La sinrazón acercaba el hacer de los emperadores al de los dioses, los huracanes o las formidables inundaciones.

La Bolsa fue una construcción de los hombres -como Dios- y pervive -como Dios- emancipada de la especie. Ni el desplome de Astroc -nombre catastrofista a todas luces- llegó a vislumbrarse. Menos aún el desmoronamiento de las más sólidas cotizaciones que sólo a posteriori, vanamente, reciben peroratas explicativas.

Soros o Kerkorian, Gates o Trump han intervenido para orientar el rumbo de los valores, pero nunca los valores pastoreados han sido suficientemente instruidos para doblegarse ventajosamente en un largo porvenir. El alma de la Bolsa se encuentra encerrada en una suerte de arca alrededor de la cual los bulls y los bears, los toros y los osos de las alzas y bajas, se representan como tótems en los entornos del parqué, al costado de sus sedes, en Nueva York, en Tokio o en Frankfurt.

Bulls y bears acometen sobre los inversores al modo que embisten los animales totémicos. Juntos como las dos caras de una misma divinidad forman un cuerpo en el interior de La Bolsa. La Bolsa o el ser intangible que se infla como una hidra, estalla como el cuerno de la abundancia o se adormece inesperadamente como un dragón.

Con fe o sin fe, la Bolsa conserva su extraña existencia autónoma. ¿Desencadenará una nueva hecatombe? ¿Será tan sólo un ronquido su episodio de Astroc? En el mundo de la ciencia y de la razón, la Bolsa impera como el reino portentoso y adicional de lo fantástico.

Podría eliminarse la institución -más el aspecto curiosamente diabólico de sus presidentes- y acabar, pero un irresistible atavismo empuja a vivir entre su veleidad tal como en el último espacio que autoriza el delirio, la liberadora creencia sin lógica pura y la sacrificial entrega a lo mejor y a lo peor.

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