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Tribuna
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La conversación de la humanidad

Para qué esconderlo, soy uno de esos arrogantes liberales que creen que existen algo así como valores universales, válidos para los seres integrantes de las diversas culturas humanas. Lo confieso de antemano, igual que confieso mi convencimiento de que hemos llegado a un punto muerto en la discusión con nuestros multiculturalistas o strong contextualistas, porque ambas partes no hacemos sino repetir nuestra propia opinión. Así que me atrevo a proponer otra aproximación al asunto.

Dado que no nos ponemos de acuerdo sobre la universalidad/contextualidad de los valores, es decir, de los goods, ¿no sería quizá más práctico empezar a hablar de los males? ¿Existe algún mal (ill-being) universal? Pues bien podría ser una estrategia más informativa, más productiva en el sentido heurístico, buscar las coincidencias en la experiencia humana del daño que perder el tiempo en definir los bienes, como han sugerido Garzón Valdés o Vargas-Machuca. Incluso mucho más congruente con el ánimo liberal, que busca ante todo disminuir el padecimiento del hombre y lograr una sociedad más decente, sin preocuparse de construcciones dogmáticas y acabadas de la idea de valor. Veamos dónde nos llevaría este camino con unos ejemplos a ras de tierra.

Cuando hablamos creamos las condiciones para convencernos en algún punto
Soy de esos arrogantes liberales que creen que existe algo así como valores universales

¿Por qué no dejar que los iraquíes y los palestinos se maten entre sí o sean matados por terceros? Quizás no les importa demasiado el asesinato en su insondablemente diversa cultura. Pues no, resulta que claman contra la pérdida de la vida, contra la violencia criminal, contra el daño físico. Dicen incluso que debe respetarse su derecho a la integridad personal ¿Y por qué no colonizarles violentamente y terminar así con la guerra? Pues tampoco, resulta que dicen que tienen derecho a ser pueblos autogobernados ¿Imponer allí unos dictadores locales? Nada, dicen que desean ser libres para elegir a sus gobiernos ¿Les abandonamos a la pobreza y al subdesarrollo? Salen clamando que todos los hombres tienen derecho a un nivel material que garantice su posibilidad de ser persona, incluso rezongan algo sobre no sé qué igualdad humana ¿Y qué tal dejarles en el analfabetismo y la ignorancia, en su cálido ambiente cultural? Pues tampoco, porque creen que la educación de los jóvenes es la garantía de su desarrollo como sociedad porque crea almas capaces de criticar y evolucionar. Vamos, que no parece sino que perciben el mal como lo percibimos nosotros, y reaccionan ante él hablando de unos criterios axiológicos muy similares a los nuestros: libertad, vida, integridad, personalidad, igualdad.

Lo cierto es que, a no ser que sean unos taimados embaucadores que hacen un uso estratégico insincero del lenguaje (hipótesis poco creíble), parece que cuando les pegan les duele como a nosotros y reaccionan como nosotros. Y es que, como observa Brian Barry, las diversas culturas coinciden bastante en el tipo de castigos (males) que infligen a quienes se desvían en sus conductas. Y si el mal no es finalmente sino la ausencia del bien, la coincidencia en la apreciación de lo que son males nos suministra una buena base para acordar sobre los bienes ¿O no?

Seguro que el argumento ha sido expuesto muy ramplonamente, pero es que yo no acabo de tomarme muy en serio el relativismo cultural. En el fondo, creo que se sustenta en una idea incorrecta de lo que es la experiencia humana del mundo social. Si se concibe esa experiencia como una búsqueda de la adecuación (verdadera) entre el conocimiento y su objeto, es lógico concluir que, puesto que el conocimiento está culturalmente condicionado, no puede existir una verdad absoluta o universal. Es bastante obvio. Pero es que la experiencia humana no responde a esa descripción, sino que más bien adopta la forma de una conversación en la que los diversos interlocutores tratan de convencerse recíprocamente de sus opiniones. La experiencia del mundo es la de una conversación incesante de la humanidad consigo misma. En esa conversación no existen verdades absolutas (para encontrarlas habría que situarse fuera y por encima de la misma conversación, lo que es absurdo), pero sí existe una motivación: opinamos para convencernos. Y, sobre todo, para tomar decisiones que no son aplazables. Luego existen criterios provisionales (falsables) acerca de la buena o mala adecuación de esas opiniones. Las diversas culturas conversamos desde el lejano día en que nos encontramos, luego tiene que existir un criterio para nuestro diálogo. De lo contrario, la humanidad estaría enfrascada en una cháchara sin sentido.

La objeción de los culturalistas me trae a la memoria aquel manido recurso infantil con que uno de nosotros intentaba poner fin a las discusiones incómodas: "Esa será tu opinión", decía el interlocutor que no sabía cómo salir del embrollo. La afirmación era pueril: ¡claro que ésta es mi opinión y nada más! Pero precisamente porque estamos hablando para algo estás obligado a proponer y defender la tuya, y a compararla y medirla con la mía, para ver dónde llegamos. No hay dos verdades incomunicadas, sino un proceso compartido de intercambio finalista. Bueno, pues a mí la solemne advertencia de "cuidadito, eso será en su cultura, pero no en la de ellos", me suena igual: obvia, pero irrelevante.

Naturalmente que hablamos desde nuestros condicionamientos culturales, como los otros desde los suyos. Somos seres situados. ¿Y qué? Lo relevante es que hablamos, intercambiamos opiniones y, desde el momento en que lo hacemos, creamos las condiciones para convencernos provisionalmente en algún punto. Y esa es toda la verdad que vamos a lograr en este mundo nuestro. Provisional y débil, pero común ¿Les parece poco?

José María Ruiz Soroa es abogado.

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