Ingenierías en el paisaje
Lo que llamamos paisaje natural es siempre -o casi siempre- el resultado de una operación en gran medida artificial. Es difícil encontrar fragmentos del planeta cuya forma y cuyo contenido no hayan sido profundamente modificados por la civilización humana: asentamientos residenciales, imposiciones agrícolas, pecuarias y forestales, líneas de transporte físico y energético, puertos y aeropuertos, industrias, parques, procesos de creación, muerte y resurrección de pretendidas especies naturales. Incluso las áreas que se consideran más vírgenes -reservas forestales, permanencias glaciares, mares- responden a un complejo sistema que incluso se le puede llamar ecológico y en el que, para bien o para mal, interviene significativamente la artificialidad de la civilización.
Reduciendo el asunto a los aspectos que podemos llamar visuales -diríamos estéticos, si el adjetivo no nos mortificase con tanta metafísica-, constatamos que la mayor parte de las antiguas implantaciones y modificaciones se han integrado y se asimilan a una cierta naturalidad del paisaje, mientras que las más recientes parecen abofetearla. Esta circunstancia se explicaría porque las primeras responden a procesos artesanales de larga duración, con unas referencias culturales que se asimilaron lentamente a una morfología unitaria y que persistieron durante periodos largos y consistentes. Los segundos, en cambio, se presentan con la agresividad de una nueva cultura social, económica y tecnológica, aparecida e impuesta velozmente en contraste con lo que la lenta tradición había codificado. Pero, a pesar de ello, no todas las modernas intervenciones agresivas estropean o reducen la buena lectura del paisaje. Algunas la subrayan con el añadido de una nueva y adecuada interpretación formal.
Deambulando por las carreteras europeas y contemplando los paisajes aéreos y marítimos tenemos que indignarnos ante la perniciosa ocupación de las costas con habitáculos turísticos horrendos, ante el desorden apocalíptico de los suburbios, ante los polígonos industriales y comerciales, ante todo aquello que realmente destruye el paisaje con métodos que pretenden ser tradicionales e incluso conservacionistas, pero que se traducen en una arquitectura y unos asentamientos fuera de escala y fuera de la real cultura del paisaje. En contraposición, de vez en cuando, aparecen objetos claramente diferenciados, impuestos con autonomía cultural que marcan unas insólitas rupturas y permiten nuevas interpretaciones sin menospreciar los auténticos escenarios tradicionales. A pesar de que suelen incluirse en el banal catálogo de las protestas populares que siempre se asustan de cualquier propuesta radical, hay que reconocer que el trazado de una autopista o un ferrocarril con sus galerías y sus contundentes viaductos, las torres metálicas de una línea de alta tensión, la exhibición tecnológica de las centrales energéticas y de las industrias petroquímicas, los campos de energía eólica con la serie ordenada de molinos de viento en la cresta de un monte, las altísimas antenas singulares, los embalses descomunales que subrayan a su manera la orografía, son elementos paisajísticamente más satisfactorios que las tristes indecisiones de un village turístico, la arquitectura llamativa pero tímida de los suburbios o la modesta floristería de la llamada arquitectura del paisaje.
El sorprendente, maravilloso viaducto de Millau en la autopista de Béziers a Clermont-Ferrand sobre el río Tarn, una obra del arquitecto Norman Foster y el ingeniero Michel Virlogeux, inaugurada hace poco más de un año, es un reciente ejemplo de esas felices intervenciones planteadas de acuerdo con la escala y con el empuje formal que corresponde a la escala y al empuje artificial del paisaje. Es el último episodio de una serie de puentes que se inició con la revolución industrial, que culminó con las grandes obras metálicas de los ingenieros del XIX y el XX y que incorpora hoy las mejores investigaciones formales y funcionales, apoyadas en las técnicas actuales más sofisticadas. No hay duda de que lo más respetuoso para la lectura del paisaje natural -es decir, artificial- son las intervenciones agresivas de lo artificial, las construcciones a gran escala que no intentan solidarizarse, sino distinguirse. Al revés de lo que debería ocurrir en la ciudad, donde el valor de la arquitectura, de la obra pública y del monumento tendría que medirse en función de los textos adyacentes, de la definición respetuosa de los espacios del entorno.
Esto nos llevaría a establecer algunas diferencias esenciales entre la mentalidad del ingeniero y del arquitecto, que quizá nos llevaría a conclusiones demasiado pretenciosas, si no banales y anecdóticas. Pero quizá podamos avanzar que, así como la ciudad es el campo de la arquitectura, el paisaje debe ser el del ingeniero y no el del arquitecto paisajista, el jardinero o el geógrafo. El campo del ingeniero que conserva la antigua especialidad de caminos, canales y puertos. Porque la artificialidad que ha de salvar la integridad del paisaje se basa, precisamente, en los caminos, los canales y los puertos.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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