Uncidos a la mentira
El proyecto regeneracionista enarbolado por el PP durante más de una década como instrumento para deslegitimar al PSOE, incurso durante los últimos años del Gobierno de Felipe González en sonoros casos de corrupción, ha terminado por mostrar en esta legislatura su auténtica naturaleza. Como la mayor parte de este género de proyectos, el regeneracionismo del PP no se proponía tanto moralizar la vida política como hacer política con la moral. Ni desde el Gobierno ni desde la oposición adoptó nunca como objetivo dotar al sistema institucional de garantías e instrumentos eficaces contra la corrupción, aplicándolos con rigor. Antes por el contrario, su regeneracionismo ha sido y es una variante específica de la propaganda, en este caso dirigida a convencer al ciudadano de que el PP es el partido que ostenta el monopolio de la virtud.
A los efectos de esta estrategia, la llegada al poder de Rodríguez Zapatero supuso un severo contratiempo, pues el PP se vio privado del principal recurso en el que se había concretado hasta entonces su regeneracionismo. Frente a una nueva dirección socialista que decidió hacer tabla rasa del pasado, unas veces incurriendo en flagrantes injusticias y otras en el error de prescindir de la experiencia, la reiterada apelación al expediente del "y tú más" se reveló como lo que había sido desde el principio, cuando lanzó la piedra de "la segunda transición" para luego esconder la mano: un intento farisaico de los populares de exculpar las faltas propias a través de las ajenas. El PP se ha visto obligado a cambiar de discurso en estos años, pero sólo para mantener las mismas actitudes y conceptos. El "y tú más" se ha transformado, así, en una insólita apelación a los ciudadanos "normales" y "decentes" para que se adhieran a sus políticas, como si no hacerlo les convirtiera en anormales e indecentes.
El juicio del 11-M está evidenciando que, en contra de lo que pretende, el PP no ostenta el monopolio de la virtud; y también que no es el dueño del criterio para definir la normalidad y la decencia, un propósito, por lo demás, más propio de una concepción sectaria de la política que de un partido democrático. Tras la truculenta declaración como testigo de quien era el jefe de la Policía en el momento de los atentados, Díaz de Mera, los ciudadanos han asistido entre sorprendidos e indignados, no a la constatación de que Aznar y algunos miembros de su Gobierno mintieron sobre la autoría. La sorpresa y la indignación proceden, en estos días, de que el PP no haya tenido escrúpulos en seguir alentando una especulación conspirativa, cuyo único propósito era ocultar aquella mentira con otras mentiras nuevas. También ahora el PP pretende esconder la mano, y algunos de sus líderes han tenido la osadía de retar a los ciudadanos y a los medios de comunicación que no se plegaron a su intento de manipulación para que encuentren declaraciones sobre una supuesta participación de ETA en el 11-M.
Las maniobras para influir por medios espurios en el resultado de las próximas elecciones municipales, falsificando documentos relacionados con el voto por correo o intentando alterar los censos electorales, son los últimos episodios en los que se ha visto envuelto un partido que no es que diga estar en contra del sistema, sino que, paradójicamente, asegura encarnarlo en su estado más puro y ser su único y verdadero garante. El comportamiento adoptado ante estos nuevos casos de corrupción que le afectan, y de manera especial por algunos dirigentes como Acebes y Zaplana, no difiere del que siguieron tras el 11-M: una mentira inicial les unce a la mentira permanente, confiando en que, otra vez, la prensa amarilla les ayudará a crear la realidad virtual con la que esperan convertir a los ciudadanos en una especie de electores sonámbulos. La imparcialidad que el PP reclama para informar sobre estos hechos es una artera invitación a la equidistancia entre la verdad y la mentira. No existe equidistancia posible, porque la opción es la independencia. Precisamente para que nadie, ni en los medios ni en la política, ni tampoco en la sociedad, vuelva a caer en esa fraudulenta tentación regeneracionista de arrogarse el monopolio de la virtud o de dividir a los ciudadanos en normales y anormales, en decentes e indecentes.
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