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Columna
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La suerte

El pasado mes de enero The Washington Post realizó un experimento sociológico consistente en que el afamado virtuoso del violín Joshua Bell -premio Avery Fisher al mejor solista de EE UU- tocara en el metro con su Stradivarius. Según parece, desfilaron ante él 1.097 personas en 40 minutos, pero sólo se detuvieron a escucharle con cierta atención dos personas, un chaval y un funcionario, el resto pasó olímpicamente. Joshua Bell recaudó poco más de 30 dólares, la perronésima parte de su caché habitual. Al parecer, las previsiones eran muy distintas y contemplaban corros tumultuosos y propinas estratosféricas.

Lo único que demostró el experimento es que el Washington Post merecía un suspenso en sociología, porque era más que previsible que sucediera lo que sucedió. Para empezar, no es fácil que la gente reconozca los rasgos de un virtuoso del violín por mediático que sea, y si hay una ínfima minoría que los recuerda, el propio contexto se encarga de convencerle de que ha cometido un error de identificación. En segundo lugar, el prestigioso rotativo debería haber sabido que la gente sólo consume, aunque sea cultura), si el producto está convenientemente publicitado y cuenta con el bombo y platillo necesarios. Muy pocas veces un autor o una obra logran imponerse por sí mismos, no sólo ante el público sino ante los encargados de difundirlos. Allá por el año 1984, Doris Lessing envió una novela suya a su editor habitual pero firmada bajo seudónimo. El editor respondió a la fingida autora que la novela estaba muy bien pero que era inviable comercialmente.

Doris Lessing pudo detener la broma ahí pero prefirió darle una vuelta de tuerca publicando, con la complicidad de dos editores, sendos libros bajo el mismo seudónimo de aquel experimento sui generis. El follón que se creó entre críticos, público y escritores fue mayúsculo una vez que se desveló la genial superchería. Por cierto, la nueva escritora vendió bastante menos que Doris Lessing. Con semejante precedente, el Post hubiera podido ahorrarse el experimento del violinista en el tejado o, como mínimo, haberlo enfocado al revés, es decir, partiendo de la hipótesis de que se cumpliría lo que finalmente se cumplió, que nadie presta atención a los músicos callejeros. aunque sean grandes estrellas, si no son presentados como tales. Lo demuestra el hecho de que basta que un astro del rock tenga que barrer la calle o una supermodelo abrillantar oficinas a fin de cumplir las correspondientes sentencias judiciales, para que se congreguen las televisiones de medio mundo y acudan multitudes de curiosos sólo para verles pasar, porque, desde luego, el rockero se guardó muy bien de proferir gorgoritos mientras barría y ni siquiera enarboló la escoba como una guitarra. A cambio, la supermodelo puso instantáneamente de moda las botrancas que llevaba colgadas del hombro para sus faenas abrillantadoras.

Y es que el mundo es ansí, como bien saben quienes se dedican a esto de manejar la tecla. Las obras tropiezan o con una red de intereses creados -suele ocurrir en los premios que no están adjudicados de antemano-, o bien con la inercia y la pereza de los editores, que siempre quieren un libro como el que acaba de publicar con algún éxito la competencia o tratan de seguir las modas aunque sea a costa de remedar el best seller que se impuso y, en adelante, todo son esoterismos, códigos que descifrar y pseudo-historia. Hace dos siglos Larra emitió aquelo de que "Escribir en España es llorar"; hoy habría que añadirle que también es enjugarse las lágrimas -o, mejor, los mocos- con las cuartillas que los editores rechazan.

Da la impresión de que en países como Francia hay distintos nichos ecológicos que acogen obras y autores de distinta proyección comercial. En cambio, aquí -el aquí mayor, porque el de la ikurriña está copado por sus veneradores y asimilados- sólo se busca el todo o nada, tanto por parte de los editores como por parte de aquellos cuya vocación literaria viene determinada únicamente por la ambición. Y luego le llaman suerte.

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