El marqués
Era desconocido del gran público y tampoco llevó a cabo hazañas o faenas que tuviesen que ver con el interés o la curiosidad general. Sin embargo, fue un personaje singular, en cierto sentido representante de un fin de raza, de especie, de clase, de los que sobreviven más de lo que imaginamos: el hombre ilustrado, el diletante de sabidurías en vías de extinción, de raros conocimientos y maestría en inútiles ciencias. Al mismo tiempo consumidor de la buena mesa, catador de los mejores caldos, que le venían de la cuna jerezana. Habitual de algunas barras de escogidos bares, donde se incorporaba, con autoridad, a cualquier tipo de conversación, precedida la víspera de amplias lecturas y estudios improductivos.
Lorenzo López de Carrizosa, marqués de Salobral, ha muerto al comenzar la primavera de forma discreta, cuando casi toda la amplia nómina de sus amigos estaban lejos, disfrutando de las vacaciones de Semana Santa. Desde antiguo residía en Madrid, en la calle que bordea el Retiro, desde cuyas ventanas se abandonaba a una de sus recatadas pasiones: el estudio, la observación de las aves que se instalaban en las ramas de la rica arboleda de nuestro parque. A los tenues lazos con la Andalucía originaria sumaba el amor por el Reino Unido, adonde iba a comprarse las camisas y las corbatas, con un ramalazo de dandismo y de donde procede su esposa Margaret. El rastro podía encontrarse, por las mañanas, entre los puestos de libros viejos y quizá entre sus últimos gozos estuviera el regreso de los bouquinistes a su territorio natural en la Cuesta de Moyano. Repasaban como un rito, los estantes y mostradores de las librerías en la calle de Serrano, para cosechar siempre el último libro y su delgada silueta fue familiar en la plaza Mayor, pues era un notable conocedor y coleccionista numismático en lo que acopió piezas notables y maestría en esa relación grabada de las monedas con la historia que pasó.
Al estilo del condestable Manrique, fue amigo de sus amigos que por él sentíamos un complejo sentimiento de admiración y desconfianza porque, como hombre inteligente, manejaba por sorpresa y en abundantes dosis la ironía, el sarcasmo y el desdén afectuoso, mezclado con el halago ofensivo. Una especie de camino de la desaparición, un lujo intelectual que echarán de menos cuantos le trataron de cerca.
Podría, injusta y superficialmente, catalogarse entre los seres ociosos y poco útiles a la sociedad, cuando se trató de alguien, por el contrario, que dedicó lo más de su existencia a la inquisición y el cuidado de los aspectos desatendidos de la descarnada e inerme cultura que nos queda. No es el único, el marqués de Salobral difunto, sino un destacado espécimen de genios silenciosos y egoístas que no escriben ni transmiten lo que saben desde cátedras, libros o escaparates diversos. En otras edades habría sido reclamado en las cortes ilustradas para entretenimiento, asunción y polémica, como desagüe de su ciencia, saberes, experiencias y deducciones.
Quizá fatigado por una soledad parcialmente intransitiva, el marqués se refugiaba entre amistades epicúreas y expectantes. Con ellas disfrutaba y hasta no hace mucho, abusaba de las tentaciones gastronómicas y de la fugaz y dulce embriaguez controlada.
Un consolidado patrimonio le mantenía al abrigo de inclemencias financieras dentro de un hogar comprensivo y sólido, fundamentado en la bella compañera británica y dos inteligentes y laboriosas hijas que consolidaban la retaguardia y el bastión íntimo de aquel hombre. Sospecho que, fuera del amplio círculo amistoso, poca resonancia producirá la noticia de su desaparición, pero creo que merece el respeto y el elogio fúnebre en tanto figurante de una escueta galería de personas que, sin petulancia, brindaron al sol un ejemplo de amor y dedicación a los problemáticos deleites culturales. Don Marcelino Menéndez y Pelayo fue un monstruo de sabiduría y pillaba unas cogorzas monumentales y, en ocasiones, dormía la mona en el suelo de la biblioteca. El marqués no llegó, ni de lejos, a tales excesos, pero sí podía incluírsele en la nómina de semejantes al polígrafo cántabro. Con la particularidad de que el marqués de Salobral era, en el resto de sus cualidades, un hombre sumamente refinado. No andamos sobrados de ellos.
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