'Political incorrectness'
Cada vez se manifiestan con más fuerza grupos que reivindican el derecho a la vivienda y que exigen a los poderes públicos la entrega inmediata de una casa, en las mejores condiciones constructivas y a precio de rebajas de enero. Las acciones de protesta son pintorescas (sentadas, acampadas, nudismo urbano), concitan la atención de los medios y recaban simpatías. El poder público, con la ligereza de quien administra algo que no es suyo (y ciertamente bajo control, pero no del propietario), asume la demanda popular. Aún no puede repartir de forma general esos preciosos bienes, pero sí organiza multitudinarios sorteos en que algunos afortunados obtienen, en propiedad o en alquiler, viviendas nuevas, a veces con garaje y trastero (¿Qué necesitado de vivienda no necesita hoy día un trastero?). Parece que son muchos miles las personas apuntadas para las próximas rifas, pero será divertido comprobar cómo, por muchas que sean las viviendas repartidas en los próximos cinco, diez o veinte años, la lista de espera no habrá disminuido nada. Y ¿por qué va a ser así? Sólo un ser de otro planeta se preguntaría por qué va a ser así.
La cultura del subsidio, que domina la gestión pública y que irresponsablemente alientan los partidos políticos, lleva a mucha gente a la firme convicción de que sus problemas no son suyos, porque es deber del poder público que se los resuelva y deber de la ciudadanía que aporte el dinero para ello. Este argumento se refuerza, en el caso de los jóvenes que piden una vivienda, por el deseo de abandonar el nido familiar y alzar el vuelo. Toda persona tiene derecho a alzar el vuelo, pero hay algo contradictorio en esa simultánea exigencia: ¿por qué muchos jóvenes que buscan sacudirse la tutela de los padres admiten sin embargo la tutela de los poderes públicos? Supone un doble juego que ningún político, por servidumbres de carácter electoral, denunciará en voz alta. Sorprende tanto muchacho que no quiere depender de sus padres pero que acepta (aún más: reclama) depender de los contribuyentes. Es como si la indignidad de vivir del dinero familiar se compensara con la presunta dignidad de vivir del dinero público. O como si el muy dudoso derecho a recibir una vivienda por debajo de costo fuera más legítimo que el indudable derecho a recibir, cueste lo que cueste, la ayuda de unos padres. Se trata de un concepto de la dignidad, cuando menos, indigno.
La independencia personal no pasa por la dependencia del erario público, por mucho que la cultura social en que vivimos alimente semejante aberración. Y los políticos no sólo no realizan pedagogía en sentido contrario, sino que refuerzan tal espejismo, dispuestos como están a satisfacer toda demanda que provenga de grupos organizados, ya que los recursos los ponen los contribuyentes (un colectivo desorganizado por definición). Esa pretensión, aireada por jóvenes pletóricos de fuerza física, con toda una vida por delante, preparados académicamente y conscientes de sus derechos, es respetable, pero convendría que llevaran la dignidad personal hasta un lugar más alto: allí donde la libertad no es concesión de nadie porque uno se la ha ganado, donde las personas son responsables de sus actos, donde el esfuerzo y la dedicación comportan consecuencias del mismo modo en que lo hacen la imprevisión o la desidia, y donde los políticos no son mejores o peores según nos hayan concedido o no, graciosamente, un piso con garaje y trastero.
La libertad comporta un proyecto mucho más exigente de lo que imaginan algunos de sus apologistas. La libertad se asienta sobre un ideario antipático e ingrato: aquel que hace a los seres humanos responsables de sus actos, de sus decisiones académicas, económicas, profesionales y sentimentales, de sus apuestas personales, de sus aciertos y de sus equivocaciones. Por eso la verdadera libertad jamás será un valor en una sociedad gobernada por el socorro público y donde el poder tiene entre sus fines establecer redes clientelares, fabricar individuos dependientes y modelar mentes cautivas.
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