Acebes, ese oscuro objeto de deseo
Si la política es el arte de la resistencia, y resistir es sobrevivir, Ángel Acebes es, sin ninguna duda, un maestro. En la historia de la democracia española, no recuerdo ningún antecedente tan correoso, ni tan inmune a las tempestades que genera, como este bendito y, por lo que parece, muy bendecido político. Quizá sería sólo comparable al ínclito Luis Roldán, cuya capacidad para poner cara de póquer ante el tsunami que él mismo había creado aún nos deja con cara de cuadro. Es lo de aquel tipo del viejo chiste, uno que iba con un cerdo robado cargado en la espalda y que, cuando lo pescó la policía, miró al cerdo y dijo: "¡Quita bicho!". Acebes acumula en sus sacrificadas espaldas tantos bichos, y algunos tan gordos, que ahora que ha sido sonoramente pescado con las mentiras en la masa, y el tipo ni se despeina, no puedo por menos que sacarme el sombrero. El pudor no debe de ser cosa del catecismo. Sin embargo, a estas alturas del burdo manoseo político sobre el peor atentado del terrorismo en España, que Acebes quede en evidencia es una escasa sorpresa. Me temo que algunos -quizá algunos millones- no necesitábamos las rotundas confirmaciones que el juicio nos ha ofrecido para saber que mintieron como bellacos, que antepusieron sus intereses electorales al bien público de saber quién había asesinado a 200 personas, y que sobre sus cadáveres perpetraron el fangoso estilo de la baja política. Personalmente, a estas alturas de la goebbeliana teoría de la conspiración, ni me mueve, ni me conmueve la confirmación de que Ángel Acebes cometió reiteradamente un pecado capital, el de la mentira consciente. Lo sabía desde el primer día y lo he sabido durante tres años de tortura conspirativa. ¿Cabe esperar, ahora que el juicio ha desmontado sus muchas patrañas, algún tipo de recusación política? Los telespectadores del programa de Josep Cuní, en TV-3, respondieron masiva y afirmativamente a la pregunta formulada, y no seré yo quien desmienta la sabiduría popular. Evidentemente, sería de lógica que el Parlamento expresara, de una forma pública y rotunda, su desprecio por estos años de manipulación, y que Acebes quedara igual de desnudo, en sede parlamentaria, de lo que ha quedado en sede judicial. Pero, si me permiten la irreverencia, lo de la mentira no me parece lo más grave de todo lo que ha ocurrido. Lo gravísimo, en términos reales de física humana, y no de metafísica ideológica, es la ineptitud y la falta de criterios que caracterizaron su ministerio en los tiempos previos al atentado. Personalmente, Acebes me parece un político de baja estofa, no por su manera burda de mentir, sino por su burda ineficacia en el gestionar. Y los hechos son, en este sentido, inapelables. España estaba situada en el punto de mira del islamismo integrista desde los tiempos mismos de la refundación de esta ideología. Sólo hace falta leer algunos de los teóricos que, en los años veinte, fundaron los hermanos musulmanes de Egipto, desde Hasan Al Banna hasta Sayyid Qutb o Yousouf al-Qaradawi -referentes actualmente leídos hasta la saciedad, y de los que se han derivado todos los planteamientos fundamentalistas posteriores- para saber que Al Andalus era la madre de todos los mitos. Pero, sin ir a la fundación del fenómeno, con sólo escuchar atentamente las amenazas de los dirigentes actuales después del 11-S, cualquier gobierno responsable se habría tomado muy seriamente dichas amenazas. Recordemos que la propia Al Qaeda situó a España bajo el punto de mira, ya en el primer video después de la caída de las Torres Gemelas. Y ¿qué fue el atentado del Restaurante España de Casablanca? Es posible que los ciudadanos de a pie no tuvieran la necesidad de conocer dichas amenazas, pero los servicios de inteligencia, la policía y muy especialmente el Gobierno tenían que haber tomado nota. Sin embargo, hasta el 11-M no teníamos ni traductores de árabe, y la logística para luchar contra este fenómeno terrorista era la propia de una república bananera. Es decir, haciendo caso omiso de la cita talmúdica -"si tu enemigo dice que va a matarte, créelo"-, el Gobierno español no se tomó en serio una amenaza que conocíamos, humildemente, todos los que habíamos leído cuatro libros sobre integrismo. Si algo podía ocurrir, dadas las amenazas verbales y escritas de los líderes fundamentalistas, es lo que finalmente ocurrió. Esto es lo que me escandaliza, mucho más que el empecinamiento en la mentira y la manipulación de la verdad.
No deja de ser chocante que José María Aznar se pasee ahora por el mundo hablando de la amenaza del terrorismo islámico. No me duelen prendas en reconocer que participo de algunas de sus preocupaciones. Pero si ahora ha visto la luz -quizá excesivamente, porque parece algo alucinado-, ¿a qué dedicó su tiempo cuando era presidente? Y ¿a qué lo dedicaba, aparte de a rezar y a otras actividades de orden, el ministro del Interior? Ciertamente, Ángel Acebes pasará a la historia de la democracia española como un antiejemplo de político, ligado para siempre al intento pertinaz de mentir a todo un pueblo. Pero desde mi perspectiva, ha sido algo peor que un político mentiroso. Ha sido un político torpe, incapaz de prevenir un mal que estaba cantado. Por supuesto, nadie puede culparlo de un atentado asesino, cuya única responsabilidad es de los asesinos, pero tenemos la obligación moral de culparlo de ineptitud, imprevisión y mala gestión. Que este hombre, puesto en evidencia ante la verdad, mal político y peor ministro, aún esté liderando un partido que quiere gobernar a España, nos dice mucho y nada bueno de cómo está la derecha española. Para desgracia de todos, porque una mala derecha significa, en parte, una mala democracia.
www.pilarrahola.com
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.