Detective sin comisaría

TARDÍAMENTE RECONOCIDO, solicitado por congresos a los que faltaba puntualmente, Roberto Bolaño enfrentó el éxito como un malentendido y una nueva necesidad de resistencia. ¿Cómo conservar el fuego ilícito de la poesía cuando se es aceptado? El detective salvaje no buscó el Gran Escape (el silencio de Rimbaud, la locura de Hölderlin, las cenizas académicas de Lautréamont). Convencido de que la muerte se sentaba a su escritorio, desarrolló una estrategia para salir de escena a su manera. Odiaba los consejos y los términos conciliatorios; se veía a sí mismo como un pionero, un marine solitario y recién desembarcado. No quiso terminar como un convencional autor consagrado. Tampoco deseó convertirse en su propio personaje: actuar con el desenfado de vagabundo que le atribuían muchos de sus lectores (de ahí el equívoco de quienes prefieren el mito, el "Jim Morrison de la novela", al riguroso fabulador de historias). Hasta el final, Bolaño fue un detective sin comisaría, un investigador rebelde de la realidad. Inflexible consigo mismo, se conmovía con los intrépidos, en especial si eran niños. La figura ética definitiva de Bolaño encarna en un asocial que rescata una infancia ajena en Tres: "Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?". La literatura de Bolaño es la casa donde un descastado custodia a un genio todavía futuro. El héroe que no sirve para nada, sirve para salvar una verdad: el conocimiento y la inocencia son el mismo fuego.
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