Una esteta militante
Cualquiera de los dos espléndidos volúmenes de ensayos de Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004) que acaban de publicarse dejan ver las cualidades que hicieron de ella una escritora e intelectual de primer orden durante las últimas décadas del siglo pasado. Esa forma concisa y jerarquizada de argumentar en la que cada párrafo está asociado a una información y cada inciso articulado de forma consistente con el siguiente. Sontag enseña la transparencia de la regla ensayística anglosajona, que no permite oscuridades inútiles ni petulancias innecesarias y en cambio te deja decir lo que quieras, porque ya se sabe que tendrás que rendir cuentas de todo lo que digas. Ya se trate de una semblanza o una ocurrencia elaborada, un simple apunte de lectura, el catálogo de una exposición, un despacho de prensa, una carta abierta, la precisa meditación sobre una experiencia muy íntima o las razones de una posición política, en la prosa de Sontag todo es diáfano e inmensamente interesante: las observaciones son pertinentes, los juicios, fundados, las autorreferencias -a las que son tan proclives los ensayistas, los buenos tanto, o más, que los malos- son las justas e imprescindibles, y no obstante el lector tiene siempre presente que está ante una opinión que, sin ser autoritaria o dogmática, es autorizada.
AL MISMO TIEMPO: ENSAYOS Y CONFERENCIAS
Susan Sontang
Traducción de Aurelio Major
Mondadori. Barcelona, 2007
236 páginas. 20 euros
CUESTIÓN DE ÉNFASIS
Susan Sontang
Traducción de Aurelio Major
Alfaguara. Madrid, 2007
390 páginas. 20 euros
Me atrevo a afirmar que una parte considerable de sus virtudes como ensayista le vienen de su condición femenina, aunque no faltará quien diga que semejante juicio incurre en demagogia, a tono con la flamante Ley de Cuotas; y, por otro lado, las feministas lo considerarán inaceptable y repudiable, por prejuiciado, porque -dicen- la escritura no tiene género. Sin embargo, en Susan Sontag se detectan muchos signos de feminidad, empezando por su cultura, que es amplísima, tanto como su femenina curiosidad.
Leerla da la impresión de
que no había nada que no despertara su interés: lo escrutaba todo, no se perdía ninguna exposición, seguía minuciosa y aplicadamente todas las tendencias de la literatura y la crítica moderna y contemporánea, veía todas las películas. Incluso cuando decreta en 1995 que el cine y la cinefilia o están muertos o son anacronismos, despliega una erudición cinéfila tan abrumadora para sostener su argumento que deja atónito y desarmado al lector. Glosa, refiere o critica con autoridad a poetas y novelistas de todas las tradiciones europeas y americanas, discute con pintores, críticos, músicos, cineastas, arquitectos
... Confiesa que su afán de conocer y experimentarlo todo se inspiró en la lectura infantil de los relatos del viajero norteamericano Halliburton, pero si hubiera nacido en la Francia del siglo XVII, su espíritu habría emulado la culta mundanidad de Madame de Sevigné, hasta por cierta autoconciencia aristocrática: "La república de las letras es, en realidad, una aristocracia", dice para reivindicar la condición del poeta como título de nobleza, y de paso, para describir su propia ciudadanía en tanto que intelectual.
Es muy femenina en su relativa incapacidad para tomar posición, por mucho que sus opiniones de militante, donde no se encuentra nunca ni pizca de humor o de ironía, indiquen lo contrario. Escribe siempre en defensa de la cultura, en constante exaltación rimbaudiana de la condición moderna y hace de su arrebatadora pasión por las letras profesión de fe, pero si se mira con atención estos ensayos se ve que en ellos no se descalifica a nadie. Si acaso, se hace la condena irredimible de toda forma de fascismo, lo que, tratándose de una intelectual, más que una toma de posición es casi un lugar común. Todo en ella es gestual, como esa iniciativa muy comprometida, el montaje de Esperando a Godot de Beckett en la asediada Sarajevo, cuya anécdota se narra en un artículo y que Octavio Paz despachó con una observación maligna, pero certera: "Intelectuales que acuden a Sarajevo...
Sí, pero sólo en verano" .
Su fuerte es la cultura, no la Historia. Frente al brutal atentado del 11 de septiembre -aquí pueden leerse los tres ensayos que dedicó a (no) interpretar ese crimen monstruoso- Sontag, como tantos otros, se quedó sin habla.
Sin embargo, es imposible
no simpatizar con ella y con su visión del mundo y la cultura, porque en el fondo hemos sido formados por este discurso crítico y al mismo tiempo tan edificante, que llama a la responsabilidad y juzga siempre desde una radical moralidad. El progresismo de Susan Sontag es en alguna medida el de todas las generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero el suyo, en particular, es una mezcla de estupor, entusiasmo y nostalgia de la modernidad heroica (Duchamp, Cage, los formalistas rusos, Benjamin, etcétera) acompañada de esa buena fe ingenua, típicamente estadounidense y alimentada del característico testimonialismo de los judíos. Igual que Steiner, -y entre nosotros, Alberto Manguel-, la mayor parte de sus ensayos son homenajes, ejercicios de admiración, como llamaba Cioran, a esas semblanzas críticas o analíticas en las que un escritor se aproxima admirativamente a la obra de otro para fundirse en una especie de éxtasis consagratorio. Así pues, en Cuestión de énfasis se leen brillantes ensayos sobre Machado de Asís, Kiš, Gombrowicz, Sebald, Rulfo, el cine de Fassbinder y una inteligentísima lectura de toda la obra de Roland Barthes, etcétera, y en el volumen Al mismo tiempo, tras un conmovedor prólogo de su hijo, David Rieff, una invocación militante de la belleza.
Se diría que Susan Sontag es como Oscar Wilde, a quien tanto admiraba: el mismo esteticismo, pero militante.
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