Desayuno con tucanes
1
Llevo tantos días en Cartagena de Indias que estoy empezando a pensar que voy a pasarme aquí 100 días, de soledad. El hotel en el que me encuentro es el antiguo convento de Santa Clara. Todas las mañanas, mi primera hora del día tiene un innegable colorido. Desayuno con tucanes. Tengo a esos pájaros a medio metro de distancia, con la mirada fija en los alimentos.
Este bello convento junto al Pacífico lo describe García Márquez en Del amor y otros demonios: "El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío. El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados".
En una de esas numerosas ventanas iguales está mi habitación, medio oculta por el tronco de una palmera esbelta, mecida por la brisa cartagenera. Aquí todo parece una ficción de García Márquez.
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La literatura toma una experiencia real, desfamiliariza esa experiencia imaginándola como ficción y por último la configura en palabras. Alfonso Reyes habla de una ficción mental, de una ficción verbal que logra crear otro mundo cuando los hechos irreales conciertan con las palabras. Así, cuanto más concierto haya decimos que una obra literaria es verosímil: arte de decir mentira rectamente o cosa nueva que se añade a lo ya existente. Ya Demócrito opinaba que todo cuanto puede ser dicho en palabras existe de alguna manera. Montaigne, que somos hombres y estamos ligados los unos a los otros nada más que por la palabra.
Por las mañanas, las palabras adquieren una importancia enorme en los desayunos. Cruce de conversaciones, contactos múltiples, febril actividad humana, ligados los unos a los otros por las palabras y los implacables tucanes.
3
Nada me parece esta mañana tan obvio -o tan íntimamente verdadero- como la idea de que escribir bien depende de un deber moral, es decir, de la necesidad absoluta de no traicionarnos a nosotros mismos, de ser fieles a nuestros originales puntos de vista. Originales, sí. Porque originales -en contra de lo que absurdamente se cree- lo somos todos. A los que buscan originalidad habría que explicarles que buscarla es una manera poco sutil de lograrla, ya que para conseguirla les bastaría con ser ellos mismos.
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El deber de ser fiel a uno mismo. Para mí es innegable que la importancia del yo está en la raíz misma de esta idea. El escritor percibe el mundo a través de una serie de sensaciones, experiencias e ideas, que le son propias. Muchas de ellas están albergadas en su inconsciente. Zadie Smith decía recientemente que sólo negociando con ese inconsciente, hurgando en su ser verdadero, esa identidad profunda del escritor puede aparecer en lo que escribe: "Ante todo, uno tiene que eliminar todo el lenguaje muerto, los dogmas de segunda mano, las verdades que no son de uno sino de otros, las sentencias, las frases hechas, los mitos históricos".
Ser nosotros mismos, está claro. Por un lado, los escritores que creen que hay que escribir para entretener o para enseñar o para ensalzar o simplemente para parecer muy importantes y que en realidad son sólo solemnes y aburridos, y en cierto modo los más tramposos. Por el otro, aquellos que escriben acerca de su oscura realidad interior, los que arriesgan, los que acaban escribiendo de aquello que no sabían que les preocupaba, los que terminan por hacernos ver el mundo del modo en que ellos lo ven.
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Resumiendo de un modo grosero, diría que hay tres tipos de actitudes ante la ficción: los que creen que hay que escribir para entretener o para parecer muy importantes y que en realidad son sólo solemnes y aburridos; los que perciben el mundo a través de una serie de sensaciones, experiencias e ideas, que les son propias y a las que llegan por el sistema de eliminar todo el lenguaje muerto; finalmente, los que buscan ser invisibles, difuminarse en el interior del texto y que sean los lectores los que establezcan una relación directa con el mismo.
Y bueno, creo que, más allá de éstas, aún queda una cuarta actitud, encarnada por aquellos que viven junto al precipicio, con una sensación o estado espiritual de camino clausurado. Roberto Bolaño hablaba de esos que han llegado al final del camino y ante ellos se abre un abismo, un borde, un filo, una lengua privada detrás de la cual está el vacío. Bolaño, que es noticia esta semana con sus dos libros póstumos, aparecidos en Anagrama: La Universidad Desconocida y El secreto del mal. Bolaño, que siempre tuvo presente el desafío como un modo de zafarse de la repetición y del estereotipo.
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En efecto, las novelas mienten, no pueden hacer otra cosa. Pero, como dice Vargas Llosa, ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Y es que, como decía Mae West: "Narrar es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad".
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Me han preguntado una infinidad de veces si tal o cual historia "era verdad". Parece como si el asunto de si es verdad o no, fuera a la larga lo que más interesara de lo que leemos. Yo mismo me he sorprendido tratando de indagar, en conversación con algún escritor, si aquello que éste contaba en tal o cual libro debía yo considerarlo como verdadero. He actuado muchas veces así, como si no supiera que no se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. Unos tucanes, por ejemplo. Y como si no hubiera oído nunca aquello tan extremadamente justo de que el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.
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