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Columna
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Perlas

COMO FLECHAS lanzadas con furia por un arquero ciego: así, concibo yo, la composición de Tintoretto, cuando trataba de animar alocadamente el plano, esa tela yerta clavada en un bastidor. La representación es una cruz. La pintura es una cruz. El cuadro es una cruz con sus clavos perforando un leño y con sus rebosantes heridas de pigmentados aceites salpicando y empapando la tela. Pero ¿y la palabra despojada de toda función, la palabra gratuita, pura, la palabra poética, que no tiene donde hincarse fuera del viento que surca unos labios o la mudez de unos rígidos garabatos abstractos grabados sobre el sudario de un blanco papel? ¿Cuál es la invisible animación de ésta, por mucho que el inmemorial poeta griego fuera legendariamente también un ciego furioso?

Arquero o rapsoda, cegados ambos por los fuegos de artificio de la pasión, cada aparición de un pintor o un poeta es un rarísimo acontecimiento histórico, que merece ser calificado como milagro, término cuya etimología nos remite a lo verdaderamente admirable. Un milagro fulgurante en la lengua castellana fue y es la palabra poética del escritor argentino Roberto Juarroz (1925-1995), cuyos versos completos han sido publicados, en dos volúmenes, con el título de Poesía vertical (Emecé). Entre 1958 y 1994, Juarroz fue editando hasta catorce entregas de lo que él mismo tituló, con desnudo y perseverante laconismo, como "poesía vertical", cuyo conjunto suma 1.096 poemas, a los que habría que añadir un par de centenares de versificadas adherencias. Pero, de la primera línea a la última, esta rapsodia existencial de Juarroz es una paráfrasis de la caída, que es siempre la caída del hombre, clavado a su naturaleza mortal, al exilio de su soledad. Tocado, no obstante, con un frenesí dinámico parejo al de Tintoretto, Juarroz jamás se desanima por la plenitud de esta caída: antes, por el contrario, se deja caer con ella para mejor profundizar su sentido. De esta manera, sus dardos, palabras voladoras, de lanzador ciego surcan vibrando el estremecido aire para mejor hincarse en el suelo y ahondar más entre las oscuras entrañas del origen. Estos lanzamientos es lo que él llama en el primer verso de su primera entrega de Poesía vertical "una red de mirada", cuya misión es mantener provisionalmente unido el mundo para que no decaiga la memoria, la identidad del hombre precisamente mortal.

"Hay trajes que duran más que el amor...", afirma Juarroz al comienzo de uno de sus poemas que concluye así: "Hay trajes verticales. / La caída del hombre / los pone de pie". De esta manera, subiendo para mejor bajar, en vertical caída libre, con el doloroso peso muerto con que sinio y Lucrecia (1578-1580), donde el violador y su víctima se precipitan por un mismo abismo vertical, mientras que las perlas sueltas del collar deshecho de la honesta mujer agre fija un crucificado en el leño hundido de la existencia, las cimbreantes contorsiones verbales de Juarroz, restallantes de luz, se me asemejan al escalofriante cuadro de Tintoretto, Tarquedida vuelan por el aire con la misma patética hermosura con que va cayendo, todo entero, su sensual e inolvidable cuerpo desnudo.

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