Aureolas encontradas
Encontronazo de aureolas. Así denominaba Javier Mozas el sábado pasado en estas mismas páginas (suplemento Babelia, nº 801) el conflicto surgido entre el arquitecto Santiago Calatrava y el Ayuntamiento de Bilbao como consecuencia de la conexión del conjunto residencial diseñado por Arata Isozaki (Isozaki Atea) con la pasarela peatonal Zubi-zuri (obra del referido Calatrava). Se trata, por supuesto, de un asunto urbanístico y arquitectónico en el que los políticos y los promotores inmobiliarios comparten protagonismo (ya que no estrellato) junto a los afamados arquitectos y sus correspondientes aureolas.
"Vamos a hacer una ordenanza que cumpla con el edificio, en lugar de un edificio que cumpla la ordenanza", confesó Ibón Areso en representación del consistorio bilbaíno para que no quedase ni un resquicio de duda sobre la decisión municipal antes de que las torres de Isozaki cobrasen altura. Tampoco hay dudas sobre algo tan palmario como que "la ciudad es una máquina de crear riqueza y la función del urbanismo es engrasar la maquinaria" (Peter Hall, profesor de la Bartlett School of Architecture de Londres). Todo esto sucede y es así y es posible (todo lo que es posible ocurre, pero en realidad sólo es posible lo que ocurre, asegura Franz Kafka en sus diarios). El eterno dilema del huevo y la gallina queda por fin resuelto gracias a Ibon Areso: primero la ordenanza y luego el edificio. Más vale, en todo caso, no esforzarse en hacer paralelismos que, por otra parte, requerirían poco o ningún esfuerzo.
Pasó, sencillamente, lo que podía pasar. ¿Pasó lo que tenía que pasar? No lo sé, no se sabe. Lo cierto es que las firmas y las huellas de tantas "aureolas" sobre la limitada piel de la ciudad tenían, tarde o temprano, que entrar en colisión y acabar en la sala de un juzgado. Demasiadas aureolas, demasiado brillantes y demasiado duras, parecidas a cuernos de carnero. Ha acertado de lleno Javier Mozas al hablar de un "encontronazo de aureolas". Los tocados por el genio o la fama o ambas cosas forman un santoral extravagante, una poco gentil aristocracia que transporta su aureola igual que un montañero transporta su mochila. La aureola forma parte del equipo: hay que cuidarla, revisarla, limpiarla, abrillantarla. Lo malo es cuando hay cerca otra aureola tan grande, sobredorada y dura.
Pienso en las aureolas de los grandes y pienso en esas fotos de Gabriel García Márquez, que acaba de cumplir y celebrar sus primeros ochenta años de gloria con su aureola a cuestas, junto a reyes y jefes de Estado, presidentes y primeros ministros, comandantes en jefe, jefes de tribu, capos, mandamases o jeques, el caso es que detenten (o simplemente ejerzan) el poder. "El poder absoluto es la realización más alta y más completa del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria". Eso piensa Gabriel García Márquez. La famosa teoría de Lord Acton de que el poder corrompe (y el poder absoluto corrompe absolutamente) le debe parecer poco plausible al autor de Cien años de soledad. Para él, con la aureola más grande que cualquier escritor vivo podría soportar, la aureola cegadora del poder absoluto es un imán. No hay peligro de choque de aureolas. La aureola del poder absoluto lo absorbe todo, es un magnífico agujero negro que todo lo traga, hasta la inteligencia y las palabras de un mago del lenguaje. "Es la inspiración", escribe García Márquez de Fidel Castro, "el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo". Cualquiera pensaría que este texto se ha extraído de un volumen de Vidas de Santos. Hay un arrobo místico (improbable, pero místico al fin) en las palabras del Nobel colombiano.
La aureola de la fama (la de los arquitectos, escritores, artistas o políticos) no tiene, sin embargo, mucho que ver con la obra de cada uno. Sospecho que se trata de algo mucho más cerca del pensamiento mágico que de la pura lógica. Héctor Abad hablaba, hablando precisamente de García Márquez, de gabofobia y de gabolatría. Religiones opuestas pero complementarias. Aureolas o cuernos, tanto da, ángeles o demonios. "Es difícil ser famoso y no ser manoseado por la untuosa mano de los poderosos", escribe Héctor Abad. Es difícil tal vez, pero no inevitable.
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