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Columna
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El ridículo como estilo

Es famosa la réplica del presidente Tarradellas al conservador ministro de exteriores de Francia, Antoine Pinay, "no sé aún lo que haré, pero no haré el ridículo", cuando éste le comunicó que su Gobierno, como los otros gobiernos occidentales, habían reconocido al Gobierno de la dictadura y con un deje irónico inquirió: "y ahora usted, que se considera presidente de Cataluña, ¿qué hará?". La frase del presidente es citada con frecuencia y su éxito se debe, me parece, a que corresponde a una forma de ser muy arraigada entre los catalanes. Quedar bien, no hacer el ridículo, no estirar más el brazo que la manga, mantener la dignidad, asegurarse de que se tienen los medios para conseguir aquello que se quiere, evitar los pasos en falso y el meterse en callejones sin salida, en fin, ser serios y generar confianza. A veces uno teme que o bien la sociedad catalana acepta con facilidad el ridículo o bien los políticos sienten una fatal atracción hacia gestos fuera de tono y brindis al sol que serían un indicador más de su distancia con la ciudadanía.

Un responsable municipal habló de una ordenanza para que en las Ramblas sólo se expusieran ¡estatuas humanas de calidad!

Pues el ridículo nos acecha. Y se practica tanto en cuestiones más o menos nimias, que pueden ser importantes para la sociedad, pero que no debieran ser objeto de decisiones políticas aparatosas, como en grandes cuestiones de la política, que precisamente por su importancia no debieran ser nombradas, como la divinidad, en vano.

El Ayuntamiento de Barcelona ha demostrado una marcada tendencia a hacer declaraciones y a tomar decisiones que en bastantes casos no han evitado el ridículo. Un ejemplo: la solemne declaración negando a la ciudad su "condición taurina", un acto gratuito sin otra consecuencia que la risa o la irritación del personal, puesto que no tenía eficacia alguna. Sí que la tuvo, en cambio, la prohibición de espectáculos de circo con animales, lo cual obliga a los ciudadanos que quieran ver el circo de siempre a viajar por el área metropolitana; otra ridiculez. Lean el último número de la excelente revista La Factoría, que incluye un espléndido dossier dedicado al circo. No es preciso insistir en la absurda grandilocuencia de la propaganda del Fórum de las Culturas que tanto contribuyó a ser luego percibido como un fracaso. Ni en la inaplicabilidad, además de la injusticia, de gran parte de las prohibiciones y sanciones de las ordenanzas de civismo, que como ya se ha escrito en este mismo periódico darían risa si no fuera porque se aplican a sectores vulnerables.

Recientemente tuve oportunidad de debatir en un programa televisivo con un responsable municipal sobre el presente y el futuro de Las Ramblas. El hombre expresaba buenas intenciones, y como un ciudadano más se lamentaba de que Las Ramblas ya no son lo que eran, que los turistas se habían adueñado de ellas, que proliferaba el fast food y los souvenirs, y el horror de muchas estatuas. Pero si durante años se ha realizado una política de atracción del turismo y ésta ha tenido éxito, es evidente e inevitable este tipo de transformaciones de algunos espacios urbanos. No me parece tan grave y resulta ingenua la queja del edil. Pero lo más curioso, y entra en el capítulo de la ridiculez, es que el buen hombre explicó que el Ayuntamiento iba a tomar medidas para recuperar la calidad de Las Ramblas y que se iba a dictar una ordenanza que sólo permitiría que se expusieran ¡estatuas humanas de calidad! Es decir, habría un jurado que juzgaría el valor artístico de las propuestas estatuarias. Sin comentarios. Con lo fácil que es dejar que el mercado lo juzgue; las estatuas sin gracia decaen por falta de ingresos.

La gran política estos últimos días, sin embargo, supera los despistes municipales. Y en este caso el ridículo es más grave. Con las grandes causas, como con las cosas de comer, no se juega. Y estos días hemos presenciado con cierto estupor cómo se jugaba con la independencia y el derecho a la autodeterminación de Cataluña, con la presidencia de la Generalitat y la convocatoria de referendos, con la estabilidad de un Gobierno naciente y con el riesgo de generar expectativas que sólo pueden generar frustraciones y divisiones gratuitas entre los ciudadanos. Vaya por delante que me parece muy legítimo el deseo de independencia y que muchos de los vientos que soplan desde la capital del Estado alientan este deseo. Y el derecho a la autodeterminación de una comunidad humana es un derecho inalienable, esté o no esté reconocido en la Constitución. Pero declarar este objetivo por parte de un partido de Gobierno como si estuviera a la orden del día y proponer que se convoque una consulta a la población para conseguirlo, así de pronto y sabiendo que es del todo irrealizable, es ridículo, y en este caso irresponsable. Como lo es que el partido de la oposición, que ha gobernado durante más de 20 años sin haber tomado ninguna iniciativa de este tipo se apunte a la carrera de qui la diu més grossa.

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Si se quiere ejercer el derecho de autodeterminación, y aun más si se pretende llegar a la independencia, deberíamos aclararnos sobre qué significa y cómo se concreta lo primero, y cuál es el proceso que se propone para alcanzar lo segundo. Y sobre todo es preciso, primero, que tal pretensión arraigue en la ciudadanía, pues ahora hay muy serias dudas de que lo esté, y aun más de que sea un sentimiento mayoritario. O dicho de una forma más práctica: el Estatuto lo pidió en la calle un millón de personas, en un momento en que todavía estábamos a medio camino entre la dictadura y la democracia. Si quieren poner en la agenda política la autodeterminación y la independencia, teniendo en cuenta las resistencias de todo tipo que tal pretensión encuentra, es preciso contar primero con dos millones de personas que lo manifiesten en la calle.

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