Europa y el "ciudadano" inmigrado
En el último Consejo Europeo de Berlín se destacaron como enemigos comunes y muy relevantes para Europa: el terrorismo internacional, la delincuencia organizada y la inmigración irregular, todos en el mismo saco, a pesar de que son retos y riesgos absolutamente diferentes, como demuestra el hecho de que se haya consolidado, desde 1992, la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), pero jamás se haya consensuado una política inmigratoria comunitaria, que regule la llegada legal y con derechos de los trabajadores extranjeros a la Unión Europea.
El contrato de extranjería es la punta del iceberg del contrato social con el que pretendemos rearmar la democracia europea, pone de manifiesto la ideología de dominación que está presente a distintos niveles en la cultura occidental, cuestiona la legitimidad del sistema político que se pretende establecer, al negar la capacidad de decisión y actuación a las personas inmigrantes, inmersas la mayoría de las veces en redes y discursos normativos propios, que en muchos casos, como el del integrismo religioso, les obligan a definirse como extranjeros y asumir la identidad de origen por ser mucho más accesible que la identidad europea para ellos.
Por muy desfavorecido que aparezca respecto a su entorno social, la democracia europea, si pretende ser de calidad, debería incluir también al "ciudadano" inmigrado, y dotarle, aunque sea después de un tiempo de residencia, de recursos suficientes para superar las determinaciones impuestas originariamente por su cultura, religión o costumbres, si quisiera hacerlo, protegido siempre por los derechos comunes a los europeos, y asumiendo las obligaciones también comunes.
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