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Columna
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Macondo

Si un segundo basta para morir, cómo no va a bastar para cambiarnos la vida. Aquel día el doctor Juvenal Urbino no las tenía todas consigo. Llevaba un buen rato balanceándose en su mecedora de mimbre pensando en sus cosas cuando oyó de pronto la voz del loro entre las matas de guineo del patio. Era un loro real, un auténtico loro real de Paramaribo con la cabeza amarilla y la lengua negra y unos andares cascorvos de jinete viejo. Se había escapado de la jaula por la mañana cuando lo sacaron para cortarle las alas. El doctor Urbino calculó la altura mientras cogía una vieja escalera de madera y en un segundo agarró al loro por el cuello con un suspiro triunfal, pero tuvo que soltarlo de inmediato porque el travesaño se partió bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire. Fue entonces cuando "alcanzó a darse cuenta de que había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés".

Con esta escena empieza El amor en los tiempos del cólera, la mejor novela de Gabriel García Márquez en mi opinión y también a juicio de su autor, a pesar de que la fama y el reconocimiento de la crítica le vino de la mano de Cien años de soledad. Con los libros pasa como con los hijos: uno tiene debilidades y preferencias que casi nunca responden a un canon. Leí por primera vez esta fascinante historia de amores contrariados en el invierno de 1987, durante un trayecto de tren entre Galicia y Madrid. Recuerdo que era una edición del Círculo de Lectores con un trasbordador en la portada al estilo de los grandes barcos con rueda de palas que cruzan las sagas del Mississippi. No apagué la luz de mi compartimento en toda la noche. Cuando llegué de madrugada a la estación Príncipe Pío, el mundo ya no era el mismo, mi punto de vista sobre la realidad había dado un vuelco y yo tampoco era la misma. Todavía no he acabado de descifrar el sentido de ese vuelco, pero es algo que tiene que ver con el misterio que se siente ante algunos paisajes de niebla que hay que recorrer para llegar a algún lado, no se sabe muy bien adónde. Todos los libros que valen la pena hablan en el fondo de esa travesía. Y el lector cruza la niebla con una maleta que no le pertenece cargada de personajes que se pasean por la vida con una nube de mariposas amarillas alrededor, de gitanos ambulantes que deslumbran a la gente con sus prodigios y loros reales que blasfeman como marineros y coroneles que no tienen quien les escriba y telegrafistas enamorados. Las novelas de García Márquez guardan dentro un soplo de lo desconocido.

Por eso en la última escena el capitán que atraviesa la niebla del mundo en El amor en los tiempos del cólera mira de frente a Florentino Ariza y de pronto lo asalta la sospecha de que es la vida, más que la muerte, lo que no tiene límites.

-¿Hasta cuando cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?- le pregunta.

Florentino Ariza tenía la contestación preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días.

-Toda la vida- dijo.

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