La buena maestra
Hay algo siempre deliciosamente inquietante en una novela escrita en primera persona y en la que alguien nos cuenta a nosotros algo que no sabe el resto de aquellos que también habitan esa historia. Tendemos a creer más a los personajes que a las personas, y así es como un buen escritor permite a sus narradores que nos mientan mientras que un escritor del montón utilizará a su creación para postular dudosas verdades universales.
Zoë Heller (Inglaterra, 1965) no sólo es una buena escritora sino que, además, prueba aquí ser una excelente estudiante de Ford Madox Ford y de esa obra maestra de la ambigüedad que es El buen soldado.
Ya en su debut de 1999 -Everything You Know, inédita en castellano-, Heller había apuntado buenos modales y maliciosas intenciones al presentar el monólogo de un misántropo y amargado literato británico reponiéndose en México de un ataque cardiaco y perseguido por los muy vitales fantasmas de su pasado. Pero si aquel Willy Muller era un tipo desagradable, con la solterona y controladora Bárbara Covett de Diario de un escándalo, Heller -no en vano hija del guionista de ese oscuro tratado sobre las relaciones entre el sexo supuestamente débil que es ¿Qué fue de Baby Jane?- vuela mucho más alto a la hora de hundirnos en las miserias de una maestra de secundaria cercana al retiro que ya no espera nada de la vida ni de su carrera. Entonces llega la inquieta y acomodada y progre Batsheba Hart, atractiva colega más joven que ella. Y Bárbara se obsesiona con ella y comienza a llevar un apasionado y boswelliano diario. Y Sheba -casada con un hombre veinte años mayor que ella, madre de dos hijos, uno con síndrome de Down, otra decidida a consagrarse como la paradigmática adolescente malhumorada- se obsesiona no con Bárbara sino con el quinceañero Steven Connolly. Y muy pronto Sheba y Steven están revolcándose juntos en un aula vacía. Y Bárbara los descubre. Y entonces Bárbara decide intervenir y, cuando cree que tiene todo y a todos bajo control, descubre que no es así. Y apesadumbrada por la muerte de su gata y desilusionada por la traicionera debilidad de su amada Sheba, Bárbara comienza a sucumbir a la impotente potencia de su amor. Y decide hacer algo al respecto para deshacer algo. Y, como corresponde, los acontecimientos se precipitan.
DIARIO DE UN ESCÁNDALO
Zoë Heller
Traducción de Isabel Ferrer
Roca. Barcelona, 2007
269 páginas. 17 euros
Por encima de todo esto, Diario de un escándalo -finalista al Premio Booker de 2003- es una de esas novelas cuyo verdadero Tema y Héroe es una voz: la poco confiable voz de Bárbara, quien nos cuenta la historia y que, por lo tanto, es la que decide qué incluir, qué esconder, qué dejar fuera y qué cambiar.
"Ésta no es una historia so
bre mí", insiste en un momento la súbitamente memorialista de lo ajeno Bárbara, pero, por supuesto, sí que lo es: es la historia de su voz, y de cómo esa voz -ese modo de ver y de sufrir las cosas- llegó a poseerla. Henry James, Vladímir Nabokov, Iris Murdoch, Patricia Highsmith y, últimamente, Ian McEwan en Amor perdurable y Expiación, Patrick McGrath en Port Mungo y John Banville en el díptico Eclipse/Imposturas han explorado estas mismas calles donde el amor y la culpa y la venganza se funden y se confunden. Heller -sin alcanzar las vertiginosas alturas de sus mayores- vuelve a recorrerlas con gracia en este divertimento. Páginas que ahora -con la complicidad de la muy lograda adaptación cinematográfica; Judi Dench y Cate Blanchet batiéndose, impecables, en eso que se conoce como "duelo actoral"- cabe esperar tengan más lectores y chismosos de esos que no pueden dejar de acercarse al incómodo pero adictivo fuego de la desgracia ajena. Aunque -le resulta imposible al cine, donde vemos lo que sucede, mantener la "trampa" narrativa que es la lectura de un diario- el filme traicione las dudas que plantea el final del libro para un lector que ya no sabe bien en qué o a quién creer.
Así Diario de un escándalo -como se autodefine El buen soldado de Ford- es otra "historia más triste que jamás he oído" y que, a pesar de eso, o quizá exactamente por eso, felices de que así sea, no podemos resistirnos a que una infeliz voz nos la cuente hasta casi el más ínfimo detalle.
Casi, es aquí, insisto, la palabra clave.
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