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Columna
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Fumata blanca

Es un título apropiado para hablar de Tabacalera. Yo fumo, señores, y últimamente lo hago para tomarme un respiro, valga la paradoja, que se dice. Como no me dejan fumar en ningún sitio, a veces me urge la necesidad de un alivio y me busco por ahí alguna esquina en la que debo de hacer patente mi sentimiento de culpa, dadas las miradas que me dirigen. Y como mi cigarrillo furtivo, así Tabacalera. Quiero decir que estoy tan intoxicado de pureza, de banderías y de quién le puso el cascabel al gato, que hoy he decidido refugiarme en Tabacalera para echarme un pito. Un respiro, oigan, de manera que no me tomen demasiado en serio. Érase una vez, vaya, no, no es así como empieza. Y, ¿cómo empiezo? Sí, ya está, voy a ser categórico: yo confío en ese proyecto, confío en el proyecto de Tabacalera de San Sebastián. Y la razón de mi confianza es muy simple, tan simple como la esperanza del escéptico. Ahora déjenme que me explique.

Érase una ciudad que se topó con un edificio hermoso e inmenso. ¿Y qué se puede hacer con un edificio de esas características? Supongo que muchas cosas, pero todo depende de la ciudad con la que ese edificio se tope. Las ciudades, por si no lo saben, son unas señoras muy peculiares, y no todas le demandan lo mismo a un novio hermoso. A mi señora ciudad, por ejemplo, que es muy celosa, le faltaba algo de lo que parecían provistas las ciudades de su entorno. ¿Una catedral?, ¿un supermercado?, ¿un centro de ocio? No, de ninguna manera. Le faltaba un centro de irradiación virtual, un núcleo de fusión, o de fisión, urbano, algo que atrae, concentra, reúne, satisface, expande, difunde, recoge, gratifica y genera una estrella hacia el exterior y otra hacia el interior. Y no piensen que se trata de un capricho de mi señora ciudad, de algo que se le haya ocurrido de pronto y de lo que quiera hacerse dueña. En absoluto, y estarán ustedes muy equivocados si piensan así. No, miren, iba a decir que ella lleva eso en sus genes, pero me iba a quedar muy corto, porque la cruda verdad es que ella "es" eso, y de ninguna manera está dispuesta a quedar desplumada.

Mi señora ciudad siempre fue glamurosa y le gustó brillar. No ha sido sólo eso, pese a las malas lenguas, pero lo divino se confabuló con ella y sobre sus múltiples actividades siempre supo hacer sobresalir su corona de turquesas. Le gustó mirar hacia fuera, y le gustó que desde fuera la adoraran. Hete aquí, sin embargo, que ahora vive una nueva realidad -política, claro- y que no acaba de encontrar su sitio en ella. Se ha integrado, vaya, en la Guipúzcoa Hiria, o en la Euskal Hiria, o en todas esas tonterías que a ella no parecen favorecerla demasiado. Se ve obligada a mirar hacia dentro, ella, a la que tanto le ha gustado siempre mirar hacia fuera, y lo cierto es que se resiste a ejercer ese papel vicario. Necesitaba una perla, una perla en la frente que la ayudara a reemprender su contoneo gracioso, y creyó hallarla en ese edificio soberbio, que le iba a permitir remozarse hacia fuera y renovarse por dentro. Una perla en litigio, rápidamente convertida en una pugna que enmaraña las líneas de fuerza entre las que hoy se mueve mi señora ciudad. Tres instituciones, tres, debían concertar su futuro, tres formas distintas -o, al menos, dos- de desear a la ciudad misma, formas que reflejan el deseo dispar de los mismos donostiarras. Parece que las instituciones han llegado a un acuerdo. Veamos el resultado.

No es nada despreciable que mi señora ciudad vaya a contar con la Biblioteca Nacional de Euskadi, la Filmoteca Vasca y el Instituto Etxepare para la difusión exterior del euskera y de la cultura vasca, entidades en cierto modo autónomas todas ellas aunque ubicadas en el hermoso edificio. El resto, lo que ha de completar la oferta del proyecto, viene a ser como el carnaval de los animales, eso sí, en versión digital. Hay de todo, o quizá sólo haya un discurso en el que toda el arca de Noé postindustrial se refocila como en la selva. Sin embargo, era eso, el resto, lo que iba a ser, o lo que se pretendía que fuera, Tabacalera, y no se soñaba con ese batiburrillo de cachivaches a la espera de que alguien lo ordene. ¿Lo ordenará y le dará cuerpo la misma ciudad, le quedará aún vigor para ello y para así convertirlo en la necesaria estrella exterior? Esperemos que así sea, y lo digo con todo el escepticismo que me están dando los años. Mientras tanto, bienvenidas sean la Biblioteca Nacional, la Filmoteca Vasca y el Instituto Etxepare, aunque no fuera con eso con lo que soñaban algunos. Al menos, el cascarón ya no está vacío.

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