Daños gratuitos
La verdad es que Juan Urbano está acostumbrado a nadar contracorriente y a no entender un millón de cosas, como no podía ser menos en alguien que se define a sí mismo como filósofo, sentimental y del Madrid; pero lo que menos entiende de todo es a las personas que se dedican a hacer el mal de manera absolutamente gratuita. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Contra quiénes? La única de esas tres preguntas para la que encontró una respuesta fue la primera, y ni siquiera era suya, sino de Hart Crane, el maravilloso poeta suicida de Edificios blancos y El puente, que sostenía que "la maldad es producto de la ociosidad social". Juan Urbano no estuvo seguro de si eso servía para todo tipo de maldad, porque algunas parecen ser hijas de la ambición o la usura, más que del ocio, pero estaba seguro de que esa idea sí que explicaba el inexplicable comportamiento de quienes se dedican a hacer daño por nada, porque sí, contra todo el que se les cruce y contra nadie en general.
Juan Urbano se había puesto a pensar en eso después de leer en el periódico una noticia sobre dos jóvenes que habían sido detenidos en Coslada acusados de romper los espejos retrovisores de una decena de coches. Imaginó a los dos gamberros destrozando los cristales y arrancando las molduras, y luego imaginó a los dueños de los vehículos al día siguiente, cuando fueran a montarse en ellos para ir a trabajar; vio las molestias, los gastos e incluso los peligros que iban a sufrir gracias a la presunta diversión presuntamente estúpida de los presuntos vándalos. Qué increíble, esa gente, cómo pueden ser así desde tan jóvenes. ¿Y si probaran a leer un libro? Claro que si les das un libro, lo más probable es que se dediquen a arrancarle las páginas, hacer bolas de papel y jugar con ellas al baloncesto.
A Juan le indignaban esas cosas. Lo ponían malo los que rompen los retrovisores; los que apedrean los escaparates de los comercios; los que rayan con una llave la carrocería de los automóviles; los que queman papeleras o tiran en la calle los contenedores de basura; los que arrancan plantas de los jardines públicos; los que hacen pintadas en las paredes de las casas, quiebran a golpes las marquesinas de las paradas de autobús, arrancan los teléfonos de las cabinas públicas o, últimamente, los que se dedican a tachar las señales donde están las direcciones de las calles o las carreteras por el mero gusto de equivocar a los conductores. Y, pensando en todo eso, se extrañó de que en nuestro país, nuestra jerarquía eclesiástica y, especialmente, entre los políticos de la Comunidad de Madrid, todavía haya quienes no entienden que en los colegios debiera ser absolutamente obligatoria una asignatura de educación cívica, porque, ¿de qué te sirve saber cuánto suman tres más tres, a quién retrató Goya en La maja desnuda o cuáles son las obras principales de Juan Ramón Jiménez, si no sabes que no se puede ir por la calle destruyendo los bienes públicos y privados como si fueses un orangután fugado del zoológico? Juan tomó aire después de soltar esa interrogación tan larga y suspiró como quien no tiene demasiadas esperanzas en el futuro.
La materia que a Juan le gustaría ver en los boletines de todos los alumnos, y sobre todo en su espíritu, se llamará Educación para la Ciudadanía y Derechos Humanos, y no sólo quiere, según el plan ministerial, formar "individuos libres, trabajadores preparados y ciudadanos activos", sino inducirlos a respetar "los valores y las normas constitucionales de convivencia y el conocimiento de la democracia". No se sabe qué puede haber de malo en eso, pero el caso es que la Confederación de Padres Católicos, la famosa Concapa, se opuso radicalmente a ella desde los tiempos de la anterior ministra de Educación, alegando que suponía "una intromisión del poder político en la esfera exclusiva de la familia, porque el Gobierno pretende diseñar el modelo de ciudadano, anteponiendo valores éticos y morales de su interés a aquellos que, libremente, desean las familias". Se preguntó qué perjuicio pueden causarle a alguien los valores éticos y morales, pero esta vez tampoco obtuvo respuesta.
Pagó el café que tomaba en un bar de Atocha y caminó hacia la casa de su amor capicúa. Por el camino se fijó en las cosas rotas que iba encontrando y pudo oír las risas absurdas de las personas que, por gusto, las habían dañado. A veces, uno duda que el hombre descienda del mono y sospecha que, en algunos casos, es imposible que venga de tan arriba.
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