_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El estado del mundo

Entre toda esa farfolla de declaraciones altisonantes que llamamos actualidad, la tragedia de Casa Caseiro es una de esas noticias que congelan el alma. La estremecedora muerte por hambre y sed de un inválido de 57 años, Antonio, días después del fallecimiento de su madre de 81, Ángela, ha congelado incluso el alma de aquellos que consideran que hay que airear al máximo todo lo etiquetable como de interés humano o sacar partido de todo cuanto afecte a la sensibilidad social.

Lo del contexto de atraso secular y penuria extrema no es aplicable. Los protagonistas eran una familia relativamente pudiente y el lugar de los hechos, Birbigueira, San Xoán do Campo, está a una decena de kilómetros de Lugo, una ciudad donde se libra una feroz contienda política desatada por la urgente necesidad de dotarse de un auditorio. Lo que pasa es que ocurrió en otro mundo. En aquel en el que, hasta no hace mucho sólo te ayudaban la familia o los vecinos, si te ayudaban. Para quien nació en 1926, como la madre de Casa Caseiro, el Gobierno era algo que llevaba a los mozos a morir en las guerras, o cobraba impuestos. "Donde todavía hay pueblo, éste no comprende al Estado", describía ese universo el Zaratustra de Nietzsche.

No muy lejos de Birbigueira, pero en otro mundo, hubo quienes supieron afrontar la fuerza del Estado reconduciéndola en beneficio propio, como Bruce Lee. Alcaldes como el de Ourol, que constituyeron una empresa municipal para explotar un parque eólico que acabó misteriosamente privatizado. O el variopinto abanico de emprendedores del sector energético que recibieron concesiones de aprovechamiento eléctrico, desde el masajista de Manuel Fraga al conglomerado societario constituido por la familia del entonces preembajador en el Vaticano. O un señor que pasaba por allí y con una inversión de 600 euros obtuvo una licencia que le rindió 10 millones en meses. En resumen, e independientemente del empresario que tenía un cuñado político o viceversa, la gestión de los recursos energéticos de aquella Xunta regida por el prestigioso masajeado se desarrollaba en dos mundos distintos. En uno, los vecinos de los montes o los ríos, los casacaseiros, recibían como mucho una compensación que les daba para contratar a la orquesta París de Noia para las patronales. En otro imperaba el principio político mexicano de "yo no quiero que me den, sino que me pongan donde hay".

En ese mismo mundo y época, a medio camino entre Birbigueira y Ourol, en Vilalba, alguien sostuvo en un foro que los medios de comunicación tenían el deber de "ejercer su responsabilidad cada vez que una amenaza acecha al sistema de convivencia de los españoles". La amenaza era (en contra de lo que están pensando) el Plan Ibarretxe, el foro las XIV Xornadas de Comunicación de la Xunta, y el que se había presentado como Paul Revere, alertando a los colonos de la llegada de los británicos, Eduardo Zaplana. A diferencia del héroe norteamericano, el entonces ministro de Trabajo no llegó a uña de caballo, sino en jet privado. En uno de esos vuelos que ahora no le quieren pagar.

Por aquellos años en que Ángela de Casa Caseiro se quedaba viuda y asumía que a su hijo lo cuidaba ella, en el otro mundo Eduardo Zaplana endosaba al Estado los chicles sin azúcar que roía en las negociaciones con sindicalistas, o 183.000 euros en detallitos para familiares y amigos. Mientras Ángela en Birbigueira dicen que rechazaba ayudas, don Eduardo se acercaba a las mesas petitorias. Con la sonrisa desenvainada y con el mismo floreo elegante con el que antaño hubiese manejado el chambergo para saludar a las señoras, extraía un par de billetes y se iba tan retrechero como vino, memorizando asistentes y posición GPS de la mesa para solicitar al Estado la devolución de la dádiva. (Haberle dicho al de prensa que lo grabara con el móvil, hombre). Tienen razón los que se quejan de que revelar ahora estos asuntos, eólicos o presupuestarios, parece una venganza a toro pasado. Sería preferible y saludable que en este Estado estas cosas se supieran en el mismo momento en que se cometen. A ver si quizás en otro mundo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_