La gran tradición
No se dice su edad en los programas de mano, pero Riccardo Muti es de julio de 1941, lo que significa que anda en los 65 -difícil de creer pero cierto- o, lo que es lo mismo, en una edad de madurez sin trabas para el artista a quien le dejan demostrarlo. Tras su salida de La Scala, el maestro napolitano parece haberse empeñado en retomar su carrera sinfónica, esa que le llevó a ser titular de la Philharmonia -y suceder a Klemperer, por tanto- allá por 1973.
No he comprobado cuántos de los músicos de entonces siguen en la formación londinense -que luce, por cierto, muy buena forma en todas sus secciones-, pero se diría que algo ha quedado de aquello en el código genético de la orquesta. Bastaba escuchar la Patética de Chaikovski que se marcaron el lunes para comprobar cómo funciona, hoy como ayer, la comunión con el maestro, qué cómodo se le ve y qué resultados se obtienen por la vía de la claridad expositiva, de la pasión sin gangas. Dicha con un dramatismo de la mejor ley, nunca hipertrofiada, dura y serena al mismo tiempo. Una lección.
Todo llegaba de la mano de un estilo inconfundible -también ahí afirmando madurez- que tiene algo de testimonio permanente de eso que llamamos gran tradición. Ésa cuyo espíritu sobrevoló, bien visible, en el admirable tratamiento de la Sinfonía Haffner de Mozart, con la que se abría el programa. Muy de Muti, muy como de mármol, brillante, pulida pero honda también, recordando a aquel otro mozartiano insigne que fue su paisano Vittorio Gui. Buscando muy bien sus líneas de fuerza y pidiéndole a la orquesta -que no escatimó ni un gramo de esfuerzo en todo el concierto- una atención excepcional en un Andante de verdadero lujo. Fue una versión muy teatral -era de esperar-, como habitada por caracteres reconocibles.
Elegancia
Entre Mozart y Chaikovski, Los preludios de Liszt. Música en más de un punto retórica pero a la que Muti trató con inteligencia, acercándola por momentos a Wagner o a Verdi, pues no se halla lejos ni de uno ni de otro.
Ni qué decir tiene que el éxito fue apoteósico. Como propina se ofreció el muy grato Notturno de Giuseppe Martucci, un compositor que el maestro ha defendido siempre -explicó al público sus porqués- y al que hace sonar con más enjundia de la que tiene. Pero ¿quién no acude a ese trapo cuando se le mueve con semejante elegancia?
Babelia
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