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Columna
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La calle

El viejo sueño griego de la plaza pública, del ágora democrática donde se discutía, se hablaba y se escuchaba y se participaba, fue abolido hace tiempo, clausurado como los paraísos y los cines de sesión continua. La calle no es un sitio para hablar, las plazas son inhóspitas, incluso peligrosas (sobre todo si algún arquitecto célebre ha metido sus zarpas en ellas). Claro que ya no hay Sócrates que animen nuestras plazas sin alma. Lo anunció amargamente Walter Benjamin: la única posibilidad es convertirse en paseante, observar a distancia el gran teatro mientras se da una vuelta o se camina sin dirección precisa. El artista moderno debe tener -lo dice Baudelaire- algo de dandy, de flaneur y de niño. Sócrates, por lo tanto, transformado en flaneur, roturando las calles, atrapando y soltando pensamientos como quien suelta aves enjauladas, filosofía en movimiento, en fin. Está bien. Pero tampoco es eso.

En la calle no están ni Walter Benjamin, ni mucho menos Sócrates haciendo de flaneurs. En la calle lo que hay son manifestaciones. Ciudadanos echados a la calle. Ayer mismo, anteayer, cada día. Tienen todo el derecho del mundo a salir a la calle a protestar, incluso a desahogarse. Se diría que acaban de leer aquel poema donde Gabriel Celaya empujaba a la gente a salir a la calle y pasearse a cuerpo anunciando algo nuevo. Anunciar algo nuevo hoy en día es anunciar productos de limpieza o cremas antiarrugas. Todo cambia. También cambia la calle. Ahora son los votantes de derechas, gente de orden en su mayoría, los que ocupan la calle y salen a la calle (se diría que no entran en casa) un fin de semana sí y otro también. Todo el país convertido en un manifestódromo. La calle, al fin y al cabo, no es de nadie y por eso es de todos. Manuel Fraga perdió su titularidad (la calle es suya, dijo) y la izquierda abertzale lleva años prometiendo, siempre en condicional, que dejará de usarla como campo de batalla. Pero la tentación de llevar a la calle la política es grande. Parece que la conquista de la calle facilita el camino hacia el poder, ¿o es la calle de en medio del poder? No es claro que así sea. La calle también pasa sus facturas por uso y abuso, no conviene olvidarlo.

El paseante tropieza cada día con varias manifestaciones de personas que no desean la calle para hablar, discutir, confrontar opiniones. No conciben la calle como espacio para el pólemos, para la discusión, sino para el enfrentamiento. Hay relación entre la democracia y la visibilidad, sin duda, pero la visibilidad se torna fácilmente espectáculo. La visibilidad primera de la democracia está en el Parlamento democráticamente elegido. Lo que desearía el paseante es que el espacio público, la calle que transita, tuviese un uso más innovador que el que le dan los partidos políticos. Cuando el PNV llama a la ciudadanía a concentrarse frente al Tribunal Superior de Justicia y ante la sede de los ayuntamientos vascos mientras el lehendakari comparece ante el juez para explicar sus reuniones con Batasuna, lo que hace es reaccionar a un reflejo tribal, predemocrático. Todos alrededor del jefe de la tribu. Alguien puede pensar que la política se ha judicializado (o que la justicia está politizada) y podrá equivocarse o acertar, pero el que cientos o miles de personas traten de presionar a un juez manifestándose a la puerta de un juzgado probablemente no es beneficioso ni para la política de los partidos ni para la justicia de los jueces ni, desde luego, para la democracia.

No es la voz de la calle, me parece, la que dicen que suena en la calle quienes convocan manifestaciones a diestra y siniestra (últimamente mucho más a diestra). Las manifestaciones espontáneas son escasas. Salió a la calle la ciudadanía después del 23-F. Salió el país entero cuando el asesinato de Miguel Ángel Blanco. La derrota de ETA (la lucha armada está herida de muerte y eso nadie lo duda, aunque jure pensar lo contrario) se fraguó en el asfalto de las calles. Sin la beligerancia cívica, sin la gente en la calle, ni la lucha policial ni la política contraterrorista hubiesen conseguido doblegar a la banda. Referirse al sentir de la calle, sin embargo, es tirar de un concepto muy vago, quizás una entelequia. En la calle hay mil voces y, a veces, un bendito silencio de pájaros. No se trata de un coro, aunque algunos intenten dirigirlo.

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