Historias entrañables
Estimado y desconocido amigo J. L. Casaus: hace tiempo que vengo siguiendo las esquelas que puntualmente insertas cada 21 de marzo en las páginas de EL PAÍS en recuerdo de Elena Lupiáñez. Todo empezó cuando vi tres de ellas clavadas en el corcho de la cocina de la casa de unos amigos, Ana y Miguel, recortadas por lo insólito de los textos, el estilo epistolar y el diáfano trasfondo ideológico que dejaban ver. Esta semana, en lo que se va convirtiendo en un rito anual, te encontré de nuevo, ofreciéndonos esa crónica mínima de la evolución de una familia atacada por la desgracia. Sin que probablemente tú lo sospecharas, con los años hemos (hablo en plural porque mis amigos, por supuesto, siguen recortándote cada año, pero también pensando que la saga no ha pasado desapercibida para otros) ido sabiendo de Boris y Yuri, su crecimiento, sus progresos y sus problemas, y poco a poco nos hemos forjado una imagen de ellos y de ti y esperamos cada año poder añadir un pequeño retazo más a ese retrato imaginario. Como periodista sé muy bien lo perecedero de cuanto aparece impreso en un diario, pero de vez en cuando algo de lo que cada día nos ofrece queda prendido en algún lugar, en alguna persona, y adquiere otra dimensión más duradera. Ahora que EL PAÍS nos recuerda las portadas que, según su criterio, resumen la historia de tres decenios, conviene también recordar que un periódico no sólo es una crónica de los grandes eventos y del trajín de los personajes públicos; a veces encierra también, muy escondidas, historias entrañables y sugerentes, como la tuya. Es la eterna dialéctica entre la historia y la intrahistoria.
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