El poncho de Zapatero
Ya comienza a aburrirme esa visión tan extendida últimamente por cenáculos y tertulias de un Zapatero voluntarista, políticamente inexperto, izquierdistamente ingenuo, abridor de melones sin fin y pisador de todos los charcos, totalmente ajeno a las consecuencias de sus acciones. Una visión, por cierto, propiciada no solo por los sectores de la derecha, escasamente partidarios como se sabe, sino también (lo que es mucho peor) por esa pléyade de sujetos que se autoproclaman equidistantes y que no paran de recordarnos que unos o hacen mal, pero los otros, ¡ay!, también; tan objetivos y neutrales ellos, en medio de la confusión general.
El caso es que mientras el núcleo duro del discurso de la derecha no es otro que el de evitar por todos los medios que la razón y los argumentos emerjan en el debate público, el voluntarista Zapatero se ocupa sin pausa de promover las libertades políticas y sociales concretas de aquellos sectores de la sociedad que, bien no disponen de fuerza organizada, o bien son minorías con escasas rentas electorales a priori. Debe ser de los pocos que piensan (ya era hora), que la Democracia no consiste únicamente en el gobierno de las mayorías, sino también, y con igual nivel de importancia, en el respeto escrupuloso a las minorías (particularmente las más desprotegidas).
Las leyes de violencia de género, de dependencia o de igualdad, la promoción de los derechos civiles de los homosexuales, la integración de los autónomos en el sistema de la SS, la actualización de los estatutos de autonomía, la gestión por consenso de la televisión pública, el intento de solución definitiva de la violencia terrorista, y hasta el nuevo reglamento de la guardia civil, son normas y acciones nítidamente progresistas en el mejor sentido de la palabra, porque lo que pretenden es la solución de multitud de problemas reales (además del cumplimiento del programa electoral, que no es asunto menor) enfrentándose a los mismos sin rodeos ni retóricas; y que además, en términos generales, no perjudican a nadie. Excepto naturalmente a aquellos que temen, con razón, que un periodo prolongado de estabilidad económica y social pueda consolidar una determinada opción política.
Es por ello por lo que las críticas suelen ser tan virulentas como endebles. Por ejemplo los adversarios de la ley de igualdad, la última aprobada, ya han comenzado a proclamar cínicamente que lo importante en cualquier actividad, sea económica o política, es que el Estado garantice su acceso en función del mérito y no mediante la imposición de cuotas. ¡Qué nivel intelectual! Naturalmente, siguiendo fielmente su argumento, hemos de suponer que en el seno de las empresas o de las instituciones, la actual escasez de mujeres en puestos de dirección vendría explicado por su incapacidad manifiesta para asumir cargos de responsabilidad, y no tanto porque éstas cuenten con un lastre de partida relacionado, entre otras cosas, con su intransferible facultad biológica para la procreación.
Contradiciendo, además, las numerosas estadísticas realizadas sobre los resultados de exámenes escolares o de las oposiciones públicas a la administración (incluyendo la judicatura), cuyas cifras arrojan un porcentaje de mujeres aprobadas igual o superior al de los hombres. Y contradiciendo, por cierto, otras encuestas que revelan a las claras que los hombres, en su mayoría, prefieren a las mujeres como jefes en su trabajo en lugar de a los hombres. Por algo será.
Otro tanto ocurre con los consejos de administración de las grandes empresas. La irrelevante presencia de las mujeres en éstos debe obedecer sin duda, para quienes así opinan, a la excesiva proclividad de aquellas por el mundo afectivo, tan alejado de los negocios, o por su adicción a las compras lúdicas vespertinas, más bien que al hecho de que hayan sido víctimas de un sistema de cooptación machista que les tiene diseñado su papel de antemano.
Así las cosas, aconsejaría al lector que se aislara mentalmente del ruido electoral y mediático durante un tiempo y realizara un ejercicio íntimo de reflexión sobre aquellos aspectos de su vida, o de las vidas de los personas cercanas, que se han visto beneficiados o perjudicados por la acción del gobierno de ese ingenuo y trasnochado izquierdista llamado Zapatero (el del poncho y la guitarra, según Carlos Herrera) y después concluya si su verdadero deseo es en realidad, como parece, que España vuelva a ser gobernada por aquellos que nos estuvieron regañando durante varios años por el mero hecho de pensar distinto de ellos, o mintiendo sin pudor alguno para mantenerse en el poder.
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