La propiedad de los muertos
¿A quién pertenecen los muertos? ¿Quién cifra su voluntad? ¿Qué oráculo transmite a los vivos la opinión, la presunta opinión, de aquellos que se han ido? A través de una manifestación multitudinaria, el Partido Popular culminó el pasado sábado un largo itinerario dirigido a la apropiación política de las víctimas del terrorismo. La concentración se había convocado bajo el lema "Por la libertad. No más cesiones a ETA", pero durante la marcha nadie tuvo reparo en evidenciar otros motivos: una explosión de cólera contra el presidente del Gobierno y una ostentosa demostración de apoyo a Mariano Rajoy. El ejercicio de desinhibición colectiva tuvo otras vertientes; por ejemplo, resucitar el uso del lazo azul. El lazo azul fue símbolo de resistencia frente al terrorismo, pero su impulso correspondió a Gesto por la Paz, organización que durante los gobiernos de Aznar fue sistemáticamente silenciada y ninguneada por la maquinaria propagandística del Ministerio de Interior.
Es legítima la manifestación crítica en contra del presidente del Gobierno y la exaltación de cualquier otro político. Pero el sábado suscitaba sentimientos encontrados ver a tanto hermano o hermana de víctima, y a tanto presidente o presidenta de fundación de víctimas, entregando la autoridad moral de un dolor tan grande a un interés tan pequeño. Sólo la historia dirá en qué rincón acabarán recalando personas que empezaron por conmovernos, que elevaron después el tono, que pasaron de la reparación moral a la exigencia política y que ahora se acomodan al reducido espacio de un interés partidista y electoral.
Pero este es sólo el caso más flagrante de una conducta generalizada. Bullen por todas partes colectivos de la más diversa condición; víctimas cercanas y víctimas remotas; víctimas de la persecución religiosa, de la contienda política o de la lucha sindical; víctimas de los años treinta o de los años setenta; y casi siempre víctimas aireadas en unos u otros medios de comunicación, y donde alguien se toma el trabajo de omitir víctimas distintas, aunque la sangre de todas ellas corriera al mismo tiempo. Los paseados y fusilados por el franquismo. Los miles de religiosos asesinados en territorio republicano. Los muertos de la cárcel de Larrínaga en Euskadi, vergonzosamente omitidos en la memoria histórica oficial. Los muertos de Vitoria en marzo de 1976. Los muertos de Montejurra. La matanza de Atocha. Los muertos de ETA, y del GAL, y del integrismo islámico. Nuestro presente está infestado de mortalidades sesgadas y recuperaciones oblicuas, de indignas parcelaciones del camposanto; y el pasado convertido en un arma amartillada por el resentimiento y el ánimo de desquite. El impudor del Partido Popular no ha conocido límites, cierto, pero otras recordaciones de la brutal historia de este país también están llenas de impudicia.
Da la impresión de que el ejercicio de la memoria va por barrios, y que en ellos todos tienen alguna calle por la que prefieren no transitar. Y sin embargo, la lección que, tan a su pesar, proporcionan los muertos no proviene de su color político sino de la naturaleza violenta, y por tanto profundamente injusta, de su aniquilación. Toda muerte violenta es una muerte prematura; pero esa muerte no sólo denuncia al asesino, sino también a la violencia misma, como forma de estar en el mundo y como profesión de fe, cualquiera que sea el móvil que la inspire.
Javier de Bengoechea, un poeta extraordinario que ha vivido y ha escrito desde una discreción ejemplar, publicó hace casi cincuenta años un poemario que ahora ha rescatado la Universidad del País Vasco en la edición de su poesía completa. El poemario se titula Fiesta Nacional, y su tema más profundo es el odio entre hermanos. Allí Bengoechea escribe: "Dios mío, desde ahora / yo propongo a los muertos / de todos, para siempre, / como libro de texto". Los muertos, los muertos de todos, como un enorme y fecundo libro de texto. No es mala propuesta, en un momento en que se extiende la costumbre de arrancar del libro de la historia aquellas páginas incómodas que uno preferiría olvidar.
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