Warhol y las abejas
En 1981 yo no había visto nada de Warhol en vivo, sólo fotos. Había leído de él y sobre él, dentro de lo que cabe: su Filosofía de A a B y de B a A, entonces recién publicada aquí, y de la que veo ahora que subrayé hallazgos dignos de Lorelei Lee, la heroína de Los caballeros las prefieren rubias ("se me ocurrió la idea de que las abejas cagan miel, pero luego descubrí que la miel no es mierda de abeja: es regurgitación de abeja, de modo que los panales no son lavabos como había pensado en un principio"). También había leído otras cosas, como el libro de Stephen Koch Andy Warhol Superstar, por cierto un ensayo estimable de un autor estimable; pero el juego de conceptos que en él se manejaba ¿percepción, voyeurismo, tiempo, muerte?, enfrentado, por ejemplo, al panal que no es un lavabo, me daba la impresión de que, si estaba ahí, no estaba ahí exactamente para redimir a nadie. En una cultura tan vorazmente redentora como la nuestra, experta en producir cosas inasimilables para asimilarlas, Warhol es un bocado especialmente apetitoso. Lo fue desde el comienzo: en 1958 Jasper y Bob (Johns y Rauschenberg), pareja secreta y escaparatistas de incógnito pero ya "artistas", le hacían sonados feos a ese ilustrador que parecía tan contento con sus dibujos de querubines, mariposas y zapatitos, amén de algún que otro pene. Ciertos compañeros de la escuela de arte de Pittsburgh le reprochaban que malgastara su talento en esos temas ¿y en esa pinta? de mariquituchi; en 1962 algunos no aceptaron que les regalara una sopa Campbell; en 1963, siendo ya un fenómeno pop, no quisieron pese a todo una silla eléctrica. Muchos tuvieron que esperar a que Warhol pudiera ser definido con grandes palabras o grandes números. Había que introducirlo en el Arte, en el Mercado, en la Psicología, en la Moral, en la Ironía, en el Zen, en la Resignificación Queer, ¡en cuántas cosas!, si se quería disciplinar tanta superficialidad, tanto Pop is liking things, tanta avidez de dinero y fama, y, con el tiempo, tanta manipulación, tanta pintura de corte, tanto reaganismo... Y, sin embargo, cada vez que alguien lo ataba con una cuerda, como hizo Mekas en la proyección de las seis horas de Sleep, él se las ingeniaba para soltarse... y vuelta a empezar.
Veinte años después de su muerte, la memoria de este santo, dandi o idiota sigue viva
En 1981 cumplí 21 años en Nueva York. No sólo vi allí una bonita exposición de Warhol del momento (Myths), sino que tuve la ocasión ¿destacable para un fan? de literalmente tocarlo. Fue en el estreno de un musical cutre de Broadway; dos grandes amigos y yo habíamos sido invitados por uno de los chicos del coro, a quien Warhol, nos contó, le pasaba notitas que decían: "Por la mañana, fellatio. Por la noche, lavativa". El chico del coro no quería ni verlo. A la salida, tímidamente, por supuesto, me acerqué al mito y le toqué la espalda. Ni se enteró. Una pequeña multitud le aplaudía a las puertas del teatro. Coherentemente, cuando salimos nosotros detrás, nos abucheó. La justicia de la fama emite a veces veredictos extraños y ahora, quizá no tan curiosamente, la imagen que de esa noche conservo no es la del rey del Pop con su blanca peluca, sino, en la fiesta posterior, la de Lorne Greene sirviéndose macarrones en un bufé, o ¿imborrable? la de Barry Manilow abriendo el baile, él solito, con un marabú.
En 2007, veinte años después de su muerte, la memoria de este santo, dandi o idiota sigue viva en sus seguidores y detractores, sus obras son las estrellas de las subastas, y uno, que entretanto ha visto y leído un poco más, tiene la tentación de ponerse serio. Una de las secuelas curiosas de Warhol es que, volviéndole a uno warholiano, lo cura de ser mitómano, y, si no, ahí está lo que realmente recuerdo de su memorable roce. Ahora no me parecen disparatadas ciertas lecturas, ciertos conceptos; pero tampoco me parecen ineludibles. Sigo creyendo que, tratándose su arte de un arte de la evidencia, que se describe a sí mismo, podemos seguir confiando en que se defienda solo. En un Warhol clásico la imagen, siempre vista antes por el espectador, es obvia, como imagen (y no como hecho) y como tema (una lata de sopa, una estrella de cine, un suicidio); la técnica también es obvia, nunca borra sus huellas (los desajustes de registro y la pérdida de densidad de tinta en la serigrafía, los fotogramas velados o sin exponer al principio y al final de los rollos de película), y, si esconde alguna vez un secreto, como en las Oxidation Paintings, el secreto es orina; y la serialización, que reproduce el modo repeat en que las imágenes llegan a sernos conocidas en nuestro mundo, tampoco tiene misterio. Opuesto de raíz al ilusionismo, es también un arte sin claves simbólicas pertinentes ni filiaciones estéticas sobreentendidas: lo único que necesitamos para verlo es vivir en el mismo mundo en que ha sido creado. Funciona como un recordatorio espectacular de cosas y procesos que integran ese mundo: sólo que, al verlo todo magnificado, repintado y fuera de lugar (en las paredes destinadas al arte, y no en los mass media), produce un efecto distinto. O tal vez no. De eso se trata: de si nos conduce a una revelación o de si, por el contrario, el mecanismo previo de habituación es tan poderoso que nos imposibilita para conocer lo ya conocido. De si podemos saber o de si nos limitamos a reconocer. De si tenemos conciencia, en realidad. Con lo que, sin duda, maldita sea, ya he dicho más de lo que debía. Warhol, en sus célebres pronunciamientos de que en él y en su arte no hay nada más que lo que se ve, expresaba elocuentemente su resistencia a todo intento de apropiación. Y nada, creo, debería alejarnos de esa negativa a ser disciplinado, porque, mirando un poco el panorama... ¿no es eso suficiente?
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