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Columna
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Volverán banderas victoriosas

Cuentan la leyenda y los viajeros que por tales lejanías se aventuran que en el puerto de Despeñaperros, entre un abrevadero que no contiene agua y una venta cuyo queso posee la consistencia del mimbre, hay una tienda de objetos exóticos. Según en boca de quien tenga lugar la crónica, los productos exhibidos en los anaqueles mueven a la maravilla o al espanto: sólo el estupor es unánime. Allí, como en las ciudades sepultadas de Lovecraft, se conservan reliquias de eones pretéritos de la humanidad. De los muros penden banderas bicolores donde aún ondea un pájaro negro con un halo en la coronilla, y que recuerdan a un imperio de cuarteles y escapularios en que el hambre era diaria; un viejo dictador que vestía fajín en las solemnidades repite su rostro en barajas de cartas, boletos de lotería y hasta botellas de vino que prometen al paladar un indeleble gusto patriótico. El museo cuenta con un largo muestrario de medicamentos contra los retortijones de la nostalgia: con el fin de evitar que el pasado se destiña y termine en el fondo de la papelera a donde van a desaparecer todas las fotografías, el cliente puede adquirir escudos rojos y negros adornados con viriles haces de flechas y un yugo, tazas de café desde las que retumban insignias que harían agacharse a un entero hemiciclo sin necesidad de disparos, botas de cuero y tricornios de charol que vistieron algunos de nuestros antepasados asociados a esos agujeros de bala que todavía se pueden contemplar en las tapias de ciertos cementerios de pueblo. La tienda parece inofensiva porque vive aislada en una burbuja, porque ocupa una zona del espacio y del tiempo amputada del resto del universo que evita todo contagio y hace imposibles las epidemias, y por eso el visitante sólo acierta a improvisar una sonrisa de alivio al dejarla atrás y regresar al aire de la mañana. Pero todo se vuelve mucho más terrible si, de repente, unos ojos desprevenidos se cruzan con cualquiera de los artículos que deberían permanecer confinados en el museo a plena luz del día, en la calle, donde hay niños, perros, parejas de la mano: es como despertar y darse cuenta de que el dinosaurio todavía estaba allí.

La epifanía tuvo lugar el sábado por la noche, cuando Teresa y yo buscábamos infructuosamente un lugar en el centro de Sevilla donde una cerveza y una benigna tapa de ensaladilla nos repusieran de los rigores del largo paseo. Una muchedumbre vestida para el Domingo de Ramos obstruía el paso por las calles principales y nos obligó a complicados desvíos y retrocesos que nos hicieron acordarnos del Juego de la Oca, en que abundan los laberintos. Por fin descubrimos que el tumulto procedía de la Plaza Nueva, y que frente al ayuntamiento se había congregado un océano de corbatas, collares de perlas, laca y pobres niños atrapados en abrigos azul marino. Y sobre ellos flameaban las banderas de mi sueño, esos colores y figuras siniestros que yo creía haber contemplado sólo bajo la luz de ceniza de los documentales añejos: al amparo del águila, el yugo y las flechas, docenas de bocas coreaban que España no se arrodilla ante el terrorismo. Ya en el bar que nos acogió misericordiosamente mediada la noche, razoné que Rajoy y sus pretorianos deberían ser más cuidadosos con los emblemas que lucen en las manifestaciones; que rescatar esas piezas obsoletas del museo de Despeñaperros donde el aire no está esterilizado no hace bien a nadie y puede desatar una infección de dimensiones insospechadas; que el ciudadano de a pie, en el que me reconozco, vive indefenso en medio de bandas de integristas con demasiado gusto por los himnos y las patrias, ya se encarnen en el árbol de Gernika o el brazo incorrupto de Santa Teresa. En el bar entró una familia con olor a colonia y ocupó la barra a dos pasos de nosotros, donde dieron cuenta de cuatro refrescos y unos chipirones aliñados en aceite; la madre preguntó a los niños si lo habían pasado bien, y ellos vociferaron con júbilo que deseaban repetir. El rostro de mamá se hallaba transido de ternura cuando se volvió hacia papá y le anunció: para la próxima vez nos compramos una bandera. Espero que los abuelos no vivan en Madrid: no tendrán que pasar por Despeñaperros.

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